Cuando
se alcanza determinada velocidad, es difícil parar. Nuestra
capacidad de reacción se reduce y no hay tantas posibilidades como
creemos. Perdemos el control de nuestros actos y la elección carece
de toda la libertad, y del sentido, que en su día tuvo. Nos
convertimos en autómatas con un final programado. Sin capacidad de
reflexión, la velocidad a la que viajamos pasa a ser el único
factor a tener en cuenta. Cuando queramos parar, será demasiado
tarde, los frenos tardarán en responder y acabaremos en un lugar
inesperado, a merced de condiciones que nunca consideramos. Si
estamos al volante, amenazamos a quien aparece en nuestro camino,
pero si es nuestra propia vida la que avanza con rapidez, corremos el
riesgo de pasar por alto lo más importante y vaciar de contenido una
existencia aparentemente llena.
Vivir
en el extranjero implica subir una marcha y pisar el acelerador.
Competimos con quienes nacieron en nuestro país de acogida, pero en
esta carrera, como en otras tantas, no todos toman la salida en las
mismas condiciones. Ellos conocen las reglas y saben cuáles son las
mejores zonas para adelantar: dónde acelerar y dónde frenar para
perder menos tiempo en maniobras que ya han automatizado. Nosotros
nos tendremos que adaptar al nuevo circuito y poner todos los
sentidos para obtener el mismo resultado. Con menos margen de error,
cualquier descuido nos alejará de las primeras posiciones. Pero hay
algo con lo que ellos no cuentan: nuestra valiosa experiencia en
terrenos que no conocen, que nos aporta una nueva forma de ver las
cosas. Esa es nuestra verdadera ventaja y nuestro éxito dependerá
de cómo la administremos.
Al
principio de la aventura todo es nuevo y la información se amontona
desordenadamente en nuestra cabeza. Demasiados datos como para
organizarlos de forma coherente. Tampoco tenemos el tiempo suficiente
para tratar cada nuevo acontecimiento con la atención que merece. El
constante bombardeo se vuelve placentero y nos acostumbramos a la
velocidad con que las cosas se suceden en nuestra vida. ¿Cómo
evitar sucumbir ante el viento que golpea nuestro rostro, nos
refresca y nos recuerda que estamos vivos? Nos atrae el vértigo del
cambio y no queremos, por ahora, volver al lugar del que partimos,
donde nos aburría lo que ya conocíamos.
Hay
momentos en la vida en que las circunstancias nos empujan a seguir, a
avanzar sin mirar atrás. La acción es lo que cuenta: vivir más en
menos tiempo. Crear los recuerdos que esperamos que nos acompañen
siempre. Estamos en el lugar y en el momento adecuados, así que
debemos aprovechar para aprender, crecer, tomar impulso y llegar más
lejos. Cada minuto es importante y no hay tiempo que perder
rememorando momentos pasados. Llenamos cuanto podemos una mochila que
sólo abriremos más tarde, cuando las corrientes de la vida nos
hagan naufragar en una estática rutina. Entonces podremos echar la
vista atrás y recordar esos intensos momentos, que nos harán
esbozar una sonrisa cuando el cansancio nos obligue a reducir la
marcha. Esa invocación del pasado nos reconfortará y la adoptaremos
como un ritual más, que practicaremos solos o en grupo.
Reencontraremos viejos amigos con los que recordar aquellos
maravillosos años y volveremos a ver en sus ojos un familiar brillo,
que refleja un mundo que valió la pena vivir.
Cuando
llegué a Francia hice un pacto conmigo mismo: vivir el momento,
aprovechar cada oportunidad que surgiera en mi camino. Decidí
guardar en mi ordenador las fotografías que iba tomando, sin
molestarme en clasificarlas, con el único propósito de liberar
espacio en la cámara. Ya tendría tiempo de analizarlas, de eliminar
las que salen borrosas o se repiten. Ahora me sirvo de dos discos
duros para almacenar tantos recuerdos. Ahí están, silenciosos,
esperando ser consultados. Cuando tengo suficiente tiempo y consigo
una cierta ventaja en la carrera de la vida, me permito frenar y admirar la belleza del paisaje. Abro cada carpeta,
selecciono las mejores imágenes, suprimo las peores y viajo en el
tiempo hasta el momento en que marcaron mi camino. Sonrío y me quedo
ensimismado entre tantos buenos recuerdos. Es un ejercicio tan
necesario como peligroso, pues conlleva el riesgo de añorar el
pasado, desconectar de la realidad y olvidar que ese mundo vivido ya
no existe. Hay que saber cuándo dejar de recordar y volver a pisar
el acelerador, cuándo recuperar posiciones antes de que un descuido
nos saque para siempre de la carrera.
Dijon, 10/03/2013
Las cosas que empezamos y nunca terminamos acaban desarrollando una personalidad propia que nos obliga a dejar de mirarlas con indiferencia y responder a su llamada.
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