domingo, 11 de diciembre de 2016

Frenar a tiempo

Cuando se alcanza determinada velocidad, es difícil parar. Nuestra capacidad de reacción se reduce y no hay tantas posibilidades como creemos. Perdemos el control de nuestros actos y la elección carece de toda la libertad, y del sentido, que en su día tuvo. Nos convertimos en autómatas con un final programado. Sin capacidad de reflexión, la velocidad a la que viajamos pasa a ser el único factor a tener en cuenta. Cuando queramos parar, será demasiado tarde, los frenos tardarán en responder y acabaremos en un lugar inesperado, a merced de condiciones que nunca consideramos. Si estamos al volante, amenazamos a quien aparece en nuestro camino, pero si es nuestra propia vida la que avanza con rapidez, corremos el riesgo de pasar por alto lo más importante y vaciar de contenido una existencia aparentemente llena.

Vivir en el extranjero implica subir una marcha y pisar el acelerador. Competimos con quienes nacieron en nuestro país de acogida, pero en esta carrera, como en otras tantas, no todos toman la salida en las mismas condiciones. Ellos conocen las reglas y saben cuáles son las mejores zonas para adelantar: dónde acelerar y dónde frenar para perder menos tiempo en maniobras que ya han automatizado. Nosotros nos tendremos que adaptar al nuevo circuito y poner todos los sentidos para obtener el mismo resultado. Con menos margen de error, cualquier descuido nos alejará de las primeras posiciones. Pero hay algo con lo que ellos no cuentan: nuestra valiosa experiencia en terrenos que no conocen, que nos aporta una nueva forma de ver las cosas. Esa es nuestra verdadera ventaja y nuestro éxito dependerá de cómo la administremos.

Al principio de la aventura todo es nuevo y la información se amontona desordenadamente en nuestra cabeza. Demasiados datos como para organizarlos de forma coherente. Tampoco tenemos el tiempo suficiente para tratar cada nuevo acontecimiento con la atención que merece. El constante bombardeo se vuelve placentero y nos acostumbramos a la velocidad con que las cosas se suceden en nuestra vida. ¿Cómo evitar sucumbir ante el viento que golpea nuestro rostro, nos refresca y nos recuerda que estamos vivos? Nos atrae el vértigo del cambio y no queremos, por ahora, volver al lugar del que partimos, donde nos aburría lo que ya conocíamos.

Hay momentos en la vida en que las circunstancias nos empujan a seguir, a avanzar sin mirar atrás. La acción es lo que cuenta: vivir más en menos tiempo. Crear los recuerdos que esperamos que nos acompañen siempre. Estamos en el lugar y en el momento adecuados, así que debemos aprovechar para aprender, crecer, tomar impulso y llegar más lejos. Cada minuto es importante y no hay tiempo que perder rememorando momentos pasados. Llenamos cuanto podemos una mochila que sólo abriremos más tarde, cuando las corrientes de la vida nos hagan naufragar en una estática rutina. Entonces podremos echar la vista atrás y recordar esos intensos momentos, que nos harán esbozar una sonrisa cuando el cansancio nos obligue a reducir la marcha. Esa invocación del pasado nos reconfortará y la adoptaremos como un ritual más, que practicaremos solos o en grupo. Reencontraremos viejos amigos con los que recordar aquellos maravillosos años y volveremos a ver en sus ojos un familiar brillo, que refleja un mundo que valió la pena vivir.

Cuando llegué a Francia hice un pacto conmigo mismo: vivir el momento, aprovechar cada oportunidad que surgiera en mi camino. Decidí guardar en mi ordenador las fotografías que iba tomando, sin molestarme en clasificarlas, con el único propósito de liberar espacio en la cámara. Ya tendría tiempo de analizarlas, de eliminar las que salen borrosas o se repiten. Ahora me sirvo de dos discos duros para almacenar tantos recuerdos. Ahí están, silenciosos, esperando ser consultados. Cuando tengo suficiente tiempo y consigo una cierta ventaja en la carrera de la vida, me permito frenar y admirar la belleza del paisaje. Abro cada carpeta, selecciono las mejores imágenes, suprimo las peores y viajo en el tiempo hasta el momento en que marcaron mi camino. Sonrío y me quedo ensimismado entre tantos buenos recuerdos. Es un ejercicio tan necesario como peligroso, pues conlleva el riesgo de añorar el pasado, desconectar de la realidad y olvidar que ese mundo vivido ya no existe. Hay que saber cuándo dejar de recordar y volver a pisar el acelerador, cuándo recuperar posiciones antes de que un descuido nos saque para siempre de la carrera.

Dijon, 10/03/2013

Las cosas que empezamos y nunca terminamos acaban desarrollando una personalidad propia que nos obliga a dejar de mirarlas con indiferencia y responder a su llamada.

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