El
viaje ha llegado a su fin. Las puertas del aeropuerto se abren
mientras una multitud de rostros con ojos brillantes y ansiosos
buscan a su hijo, su novia, su amigo o su nieta, mientras analizan,
la respiración contenida, las figuras que atraviesan el umbral. Se
preguntan si estará más gordo o flaco, si se sigue pareciendo a esa
imagen que regularmente ven en la pantalla del ordenador o del móvil.
Pasan unos minutos que parecen años y ahí está. No ha cambiado
tanto como esperaban, pero todos coinciden en que está mucho más
guapa que en la pantalla. Se oye algún grito de alegría que deja a
un lado tantos meses de amarga espera, las carreras se precipitan y
al final se funden en un abrazo interminable. Les falta el aliento y
las palabras sobran mientras las lágrimas recorren sus rostros. Está
aquí. Estrechan sus cuerpos con tanta fuerza que el tiempo parece
romperse y los últimos meses o años desaparecen como si hubiera
sido ayer cuando hizo las maletas en busca de un mundo mejor. Durante
una semana vivirán bajo el mismo techo, compartirán las mismas
emociones y crearán los mismos recuerdos antes de que las Navidades
pasen y tenga que volver a cruzar la misma puerta para convertirse de
nuevo en una imagen al otro lado de una pantalla.
He pasado
tantas veces por esa puerta que me es imposible recordar cada uno de
esos encuentros. En la memoria quedan los más alegres y los más
trágicos. A veces nadie espera al otro lado, el aeropuerto queda
lejos y horarios o trabajos son difíciles de compaginar. Entonces
intento pasar rápido, dejo que las familias sigan buscando el rostro
esperado y contengo la respiración para evitar que alguna lágrima
se escape pensando en las personas que me hubiera gustado encontrar o
abrazar, pero que desgraciadamente nunca podré ver por muchas veces
que vuelva a mi país. Otras veces es la sorpresa la que se impone y
descubrimos a quienes nunca hubiéramos imaginado para vivir momentos
de felicidad inesperados.
Son escenas que se repiten en
cualquier época del año, aunque tradicionalmente sea en Navidad
cuando la mayoría coincide en un regreso programado. Este año yo no
podré volver, será la primera vez que no lo haga, aunque será por
un buen motivo. A veces las situaciones nos superan y no somos
nosotros, por mucho que queramos, quienes decidimos su desenlace,
sino que son las consecuencias de nuestros actos las que tienen la
última palabra. Así es como la inercia de la vida acaba
arrastrándonos y deparándonos sorpresas más o menos agradables.
Es inevitable que en Navidades recordemos a las personas que
se fueron tan lejos que ya nunca volverán a sentarse a la mesa con
nosotros. Durante mi estancia en el extranjero tuve la desgracia de
perder a una persona demasiado cercana. No sólo la perdí, sino que
me tocó seguir desde lejos la enfermedad que la exiliaría para
siempre, la incertidumbre de no saber si en su pasaporte había ya un
visado para llegar al otro lado. En mi trabajo fueron comprensivos y
me dieron total libertad para volver a su lado durante el tiempo que
necesitara, aunque dejando claro que no se trataba de unas vacaciones
pagadas. Fue así, sin avisar, como se presentó ante mí la decisión
más importante de mi vida: dejarlo todo y volver a casa para
aprovechar sus posibles últimos momentos o seguir en Francia para
conservar un trabajo que me garantizaba un futuro. Él fue la primera
persona en apoyarme cuando decidí hacer la maleta para buscar mi
camino en la vida, el que más disfrutó viendo mis logros en el
extranjero y el que nunca me pidió que volviera.
Al
final fue la inercia de la vida la que, como siempre, me ayudó a
decidir. La misma que, cuatro años después, me prepararía una
sorpresa que estas navidades me impide volver a casa para demostrar
que algo bueno se esconde detrás de todo sacrificio. A cambio viví
el desconsuelo de ver cómo su imagen se volvía cada vez más
borrosa en la pantalla, desvaneciéndose hasta desaparecer. Cuando
veo a algún político hablar del 'afán aventurero' que nos empujó
a los que nos fuimos, me acuerdo de él y de la angustia que supuso
verle tanto tiempo en una pantalla, conteniendo las ganas de
abrazarle y estar a su lado. A veces él viene a
verme en sueños. Se sienta a mi lado y me pregunta, curioso, cómo
me ha ido durante sus años de ausencia. Yo le cuento todo lo
ocurrido con detalles, esperando ansioso su veredicto, la única
aprobación capaz de validar las decisiones ya tomadas. Él me mira
sin decir nada, mientras una sonrisa se dibuja en su rostro,
satisfecho.
Increíble visión de futuro la de quien a día de hoy, te pregunta con curiosidad cómo te ha ido, Marcos. Hace ya 25 años me aconsejó a mí a estudiar alemán, y continuar perfeccionando el inglés, a sabiendas de que el futuro de muchos españoles sería marchar lejos si queríamos tener un trabajo digno y bien remunerado. Era ya consciente, por entonces, de que íbamos a llegar en España a lo que hoy tenemos y, segura estoy que desde donde esté, continuará empujándote a seguir superándote cada día. Has descrito con el corazón y el alma, lo que a día de hoy es una triste realidad. Un fuerte abrazo: Mª Jesús Belmar.
ResponderEliminarQué razón tienes, era todo un visionario. A mi también me empujó a estudiar alemán y cuando llegué a Francia el primer consejo que me dio fue sacar mi dinero de España y meterlo en un banco francés, mucho antes de que los bancos españoles fueran rescatados. Él ya sabía que los políticos nos quitarían todo. Un fuerte abrazo, Mª Jesús.
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