Las acciones aisladas se
pierden en la memoria. Se convierten en anécdotas más o menos
importantes, momentos pasajeros capaces de marcar fugazmente una
vida, pero que acaban desapareciendo en el olvido. La repetición
cíclica de esos instantes los transforma en hábitos capaces de
dirigir el rumbo de toda una sociedad. Nos reconocemos en nuestras
costumbres, en la constante repetición de rituales. La Navidad forma
parte de esas reiteraciones que bajo un mismo nombre se suceden de
forma distinta en cada país y cuyos matices muestran la personalidad
local. Poco importa en qué lugar estemos, pues todos compartimos esa
debilidad por reencontrarnos en torno a una mesa para pasar las horas
comiendo, riendo, recordando o simplemente compartiendo un momento.
Este año mi mesa está puesta en Francia, donde nuestros turrones se
encuentran con su foie gras y donde sólo el recuerdo trae el aroma
de las Navidades más especiales, las que vivimos cuando somos niños.
Tengo que confesar que
los franceses me tratan de ludópata cuando les digo que la Navidad
empieza realmente el 22 de diciembre con el sorteo de lotería. Les
cuesta imaginar que unas fiestas familiares puedan comenzar con un
juego de azar y el hecho de decir que son niños los que cantan los
números premiados no ayuda a mejorar nuestra imagen... Poco importa
que insista en explicarles que no he comprado un décimo en mi vida,
pero que nunca olvidaré cuando iba al colegio y el portero de mi
edificio escuchaba el sorteo en la radio. Aquella música se repetía
cada vez que pasaba frente a una panadería, un bar o cualquier otro
comercio abierto y los corros improvisados se formaban cuando los
niños cantaban con fuerza para anunciar orgullosos el gordo.
En Francia los niños
sólo cantan villancicos (no será lo único que tengamos en común)
y la Navidad llega sólo en Nochebuena. La tradición mandará que el
foie gras preceda al pavo relleno y que el postre traiga la "bûche
de Noël", una especie de brazo de gitano al que no haremos
ascos. Y, cómo no, los clásicos bombones se comerán a todas horas.
Los encontraremos en el trabajo, en la pausa para el café, pero
también en cualquier hogar nos los ofrecerán nada más entrar. Son
los inevitables "papillotes", bombones con un envoltorio
dorado que en el interior esconden un chiste, una adivinanza o una
cita célebre, una excusa para comenzar una conversación con quien
queramos compartirlos. Curiosamente, aunque los manjares clásicos
franceses están en nuestra mesa, ninguno de los comensales hemos
nacido en la Galia. Son unas Navidades atípicas, pero ningún
gabacho vendrá a reprochárnoslo. Ni siquiera lo ha hecho Papá
Noel, al que excepcionalmente hemos dejado entrar a sabiendas de que
los pirineos son infranqueables para los Reyes Magos.
Tal vez sea una de las
cosas que más echo menos, pues durante mi estancia en Francia sólo
he podido prolongar una vez las vacaciones de Navidad hasta Reyes.
Las fiestas se acabarán tras el año nuevo, cuando en España
empezará la cuenta atrás para la llegada de los Reyes Magos. Aquí
no es lo mismo y quien espere un día festivo o incluso regalos ya
puede hacer las maletas. En vez de roscón, los franceses tienen la
"galette des rois", una tarta de hojaldre rellena de pasta
de almendras que esconde una figurita dentro y que, como todos los
dulces que preparan aquí, es irresistible. La tradición es comerla
el primer domingo del año, pero ¿quién puede reservar un dulce así
a un único día? Así que durante todo el mes de enero se sucederán
las cenas o reuniones entre familiares y amigos para ver quién se
corona rey, como si se tratara de un auténtico deporte nacional.
Para acabar, lejos de los
discursos moralizadores y de los arrebatos consumistas propios de
estas fechas, yo me quedo con los ojos del niño que acaba de ver el
futuro en la bola de madera que sostiene entre sus dedos. Ha esperado
todo el año este momento y ha perdido la cuenta de las noches que
lleva sin dormir. Por más que lo intenta, es incapaz de dibujar una
sonrisa mientras su boca se agranda para cantar con todas sus fuerzas
el número premiado con el gordo. La melodía no le deja escuchar otra
cosa, ni los gritos de felicidad que surgen en el teatro, ni las
botellas de champán que empiezan a descorcharse donde se vendió el
número, ni el estruendo de los aviones que en esos momentos
aterrizan trayendo a todos los que no pudieron comprar un décimo,
pero para quienes el regreso es el mejor premio.
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