domingo, 27 de diciembre de 2015

En torno a la mesa

Las acciones aisladas se pierden en la memoria. Se convierten en anécdotas más o menos importantes, momentos pasajeros capaces de marcar fugazmente una vida, pero que acaban desapareciendo en el olvido. La repetición cíclica de esos instantes los transforma en hábitos capaces de dirigir el rumbo de toda una sociedad. Nos reconocemos en nuestras costumbres, en la constante repetición de rituales. La Navidad forma parte de esas reiteraciones que bajo un mismo nombre se suceden de forma distinta en cada país y cuyos matices muestran la personalidad local. Poco importa en qué lugar estemos, pues todos compartimos esa debilidad por reencontrarnos en torno a una mesa para pasar las horas comiendo, riendo, recordando o simplemente compartiendo un momento. Este año mi mesa está puesta en Francia, donde nuestros turrones se encuentran con su foie gras y donde sólo el recuerdo trae el aroma de las Navidades más especiales, las que vivimos cuando somos niños.

Tengo que confesar que los franceses me tratan de ludópata cuando les digo que la Navidad empieza realmente el 22 de diciembre con el sorteo de lotería. Les cuesta imaginar que unas fiestas familiares puedan comenzar con un juego de azar y el hecho de decir que son niños los que cantan los números premiados no ayuda a mejorar nuestra imagen... Poco importa que insista en explicarles que no he comprado un décimo en mi vida, pero que nunca olvidaré cuando iba al colegio y el portero de mi edificio escuchaba el sorteo en la radio. Aquella música se repetía cada vez que pasaba frente a una panadería, un bar o cualquier otro comercio abierto y los corros improvisados se formaban cuando los niños cantaban con fuerza para anunciar orgullosos el gordo.

En Francia los niños sólo cantan villancicos (no será lo único que tengamos en común) y la Navidad llega sólo en Nochebuena. La tradición mandará que el foie gras preceda al pavo relleno y que el postre traiga la "bûche de Noël", una especie de brazo de gitano al que no haremos ascos. Y, cómo no, los clásicos bombones se comerán a todas horas. Los encontraremos en el trabajo, en la pausa para el café, pero también en cualquier hogar nos los ofrecerán nada más entrar. Son los inevitables "papillotes", bombones con un envoltorio dorado que en el interior esconden un chiste, una adivinanza o una cita célebre, una excusa para comenzar una conversación con quien queramos compartirlos. Curiosamente, aunque los manjares clásicos franceses están en nuestra mesa, ninguno de los comensales hemos nacido en la Galia. Son unas Navidades atípicas, pero ningún gabacho vendrá a reprochárnoslo. Ni siquiera lo ha hecho Papá Noel, al que excepcionalmente hemos dejado entrar a sabiendas de que los pirineos son infranqueables para los Reyes Magos.

Tal vez sea una de las cosas que más echo menos, pues durante mi estancia en Francia sólo he podido prolongar una vez las vacaciones de Navidad hasta Reyes. Las fiestas se acabarán tras el año nuevo, cuando en España empezará la cuenta atrás para la llegada de los Reyes Magos. Aquí no es lo mismo y quien espere un día festivo o incluso regalos ya puede hacer las maletas. En vez de roscón, los franceses tienen la "galette des rois", una tarta de hojaldre rellena de pasta de almendras que esconde una figurita dentro y que, como todos los dulces que preparan aquí, es irresistible. La tradición es comerla el primer domingo del año, pero ¿quién puede reservar un dulce así a un único día? Así que durante todo el mes de enero se sucederán las cenas o reuniones entre familiares y amigos para ver quién se corona rey, como si se tratara de un auténtico deporte nacional.

Para acabar, lejos de los discursos moralizadores y de los arrebatos consumistas propios de estas fechas, yo me quedo con los ojos del niño que acaba de ver el futuro en la bola de madera que sostiene entre sus dedos. Ha esperado todo el año este momento y ha perdido la cuenta de las noches que lleva sin dormir. Por más que lo intenta, es incapaz de dibujar una sonrisa mientras su boca se agranda para cantar con todas sus fuerzas el número premiado con el gordo. La melodía no le deja escuchar otra cosa, ni los gritos de felicidad que surgen en el teatro, ni las botellas de champán que empiezan a descorcharse donde se vendió el número, ni el estruendo de los aviones que en esos momentos aterrizan trayendo a todos los que no pudieron comprar un décimo, pero para quienes el regreso es el mejor premio.

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