Cerramos
los ojos y las imágenes vienen a nuestra cabeza. De la misma manera
que se forman los sueños, montamos fragmentos de realidad a partir
de nuestra experiencia, de las películas que vemos, de los libros
que leemos y de las historias que escuchamos en boca de amigos o
conocidos. Es así como se forma la imagen de un país. No es
objetiva, no es imparcial, pero tampoco es personal. Creemos que es
nuestra, pero en realidad es una construcción colectiva que crean
los otros, los que viven lejos del país retratado y que seguramente
nunca lo hayan pisado. Es una representación que se forma a lo largo
de los siglos, influenciada por los intereses económicos y políticos
del momento, pero que sobrevive a todos ellos, que perdura en el
tiempo y se instala de forma irremediable en el subconsciente
colectivo.
Por
esta razón resulta inútil cambiar esa imagen desde dentro del
propio territorio. No podemos crear una marca España, pues ya
existía antes de que llegáramos y seguirá estando allí cuando nos
vayamos. Cuando estamos dentro de nuestras fronteras no pensamos en
ella y eso nos puede llevar al error de querer cambiarla, pero cuando
salimos nos enfrentamos a esa imagen y vemos que el esfuerzo personal
no es suficiente para frenar una corriente que fluye con la fuerza
que el tiempo le ha dado.
Desde
mi salida de España me he dedicado a desmontar la falsa imagen que
los franceses tienen de nuestro país. Me miraron con los ojos
desorbitados cuando afirmé nunca haber ido a una corrida de toros
(muchos se creen que vamos a los toros en lugar de ir al cine) y no
saber tocar la guitarra. También les expliqué para su asombro que
la verdadera paella no lleva chorizo, por citar algunos ejemplos
representativos. Para que se hagan una idea de hasta dónde llegan
los estereotipos, les contaré que una compañera de trabajo me llegó
a definir como un "español alemán". Ya saben, los
alemanes tienen fama de serios, organizados y trabajadores y los
españoles de sociables, vagos y fiesteros. Al verme le costaba creer
que un español pudiera trabajar tanto como cualquiera, pues se dice
que como en nuestro país hace más calor, la gente prefiere beber
gazpacho y dormir la siesta a ir al trabajo. Desgraciadamente el
porcentaje de parados no ayuda a desmentirlo.
Sobre
choques culturales podría escribir un libro, pues no sólo soy un
español viviendo en Francia, sino que además mi mujer es de
nacionalidad rumana. No lo nieguen, puedo ver la imagen formándose
en sus cabezas, un reflejo muy deformado de la realidad. Incluso no
les culparé si se preguntan por qué me casé con una rumana
teniendo tantas francesas para elegir. La respuesta es bien sencilla:
¿y por qué no? Si
algo he aprendido en mi estancia en el extranjero, es a no
generalizar, a otorgar el beneficio de la duda a cualquiera, a dejar
que construya su propia imagen a través de sus acciones, partiendo
de cero, sin tener que romper las expectativas que una marca
determinada le haya impuesto. Actualmente vivo entre tres países y
para mí el concepto de patria es bastante abierto. La experiencia me
ha enseñado que todos somos habitantes de una misma roca que gira
irremediablemente alrededor del Sol, que las fronteras tienden a
diluirse y que la idea de una marca España tiene tan poco sentido
hoy en día como una marca Francia o una marca Cataluña.
Así
que ya saben, que no les engañen, que no les vendan Cervantes o
Picasso cuando lo que quieren es Jordi Pujol, Rodrigo Rato o Iñaki
Urdangarín (en Francia siguen muy de cerca su caso, afilando su
conocida guillotina). Para qué conformarse con el jamón serrano de
toda la vida cuando pueden disfrutar de un magnífico cinco jotas
marca España. Tal vez ése sea nuestro mayor distintivo, ese
carácter pillo o golfo que tarde o temprano sale a relucir. Para
acabar, me gustaría hacer una humilde sugerencia al gobierno que
saldrá de las próximas elecciones: dejen de malgastar el dinero
público en crear una etiqueta que no sirve para nada e inviértanlo
en acabar con los vergonzosos (por decirlo de un modo amable) datos
del paro. Porque esa sí que es la verdadera marca España, la cifra
que mejor nos define y que nos señala con el dedo no sólo en
Europa, sino en el mundo entero. Bajar el paro no sólo nos llevaría
a ganar el respeto de nuestros vecinos y lavar nuestra degradada
imagen de una forma convincente y duradera, sino que además, y lo
que es más importante, cambiaría las vidas de más de cuatro
millones de personas.
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