Todo se repite una y otra vez, sin que
podamos evitarlo. Si algo nos ha enseñado la historia es que todo es
cíclico. Todo ya ha pasado y, por desgracia o por fortuna
(dependiendo de la situación a la que nos refiramos), todo volverá
a suceder. El último y triste "déjà vu" lo vivimos
anteayer, cuando 129 inocentes perdieron la vida en París en manos
de viles terroristas. Otras imágenes de barbarie más familiares
vinieron casi inmediatamente a mi cabeza para recordarme que crecemos
y vivimos envueltos por el miedo a un nuevo atentado. Cuando era niño
no entendía muy bien por qué lo hacían y hoy me sigo haciendo la
misma pregunta.
Se trataba de ETA. Es un recuerdo más
de mi infancia: vivir pensando que unos enmascarados podían poner
una bomba en cualquier lugar. Con el tiempo descubrí la causa que
había detrás, pero poco importa cuando son las armas las que están
delante. Recuerdo cuando asesinaron a un policía en mi ciudad natal,
Murcia. Era 1992 y tenía siete años cuando descubrí el verdadero
significado de la palabra miedo. Ya no sucedía únicamente al otro
lado de la televisión, sino que ocurría sobre la misma tierra que
pisaba todos los días. Diez años más tarde, ETA colocó una bomba
en una hamburguesería de Torrevieja, a tan sólo cincuenta metros
del piso en el que pasaba el verano con mi familia. Nadie resultó
herido, pero el miedo volvió a entrar en mi vida.
Hoy los rostros y las siglas han
cambiado, pero detrás de ellos se esconde lo mismo: la imposición
de ideologías por la fuerza y, ante todo, el desprecio hacia la vida
humana. Da igual que hablemos de ETA, Al Qaeda o Estado Islámico.
Todos nos emocionamos con el ultimátum a Miguel Ángel Blanco, a
todos se nos encogió el corazón cuando vimos caer las Torres
Gemelas, todos salimos a la calle a manifestarnos cuando el 11M,
todos fuimos Charlie. Vivimos en una guerra constante, con atentados
que suceden con más o menos frecuencia, más o menos cerca. Podemos
rechazarla, gritar que no acabará con nuestras libertades, que nunca
cambiará nuestra forma de vivir, pero la hoguera de la amenaza
seguirá estando ahí, avivada por extremismos de uno y otro lado, retándonos a quemarnos de un momento a otro, consciente de la
imposibilidad de extinguirla por completo.
Hace seis años que llegué a Francia,
donde me sorprendió la generalmente pacífica convivencia con la
población de origen árabe. No siempre fue así, y aún hoy en día
el desprecio y la marginación siguen haciendo acto de presencia. Sin
embargo fueron ellos mismos, mucho más numerosos de lo que en un
principio pude imaginar (el 7% de la población), los que se ganaron
el respeto de sus semejantes, lejos de las tensiones que todavía no
hemos superado en España, donde a veces se nos olvida que ellos,
durante siete siglos, también fueron españoles. En cambio ahora son
mirados con recelo mientras esperan en una gasolinera a que cualquier
agricultor les elija para hacer lo que nosotros no queremos. En
Francia, en cambio, están bien integrados y ocupan cualquier tipo de
trabajo, más o menos cualificado. Ellos también son franceses, han
nacido en Marruecos, Argelia o Túnez o son hijos de los que se
fueron. Los cruzo muy a menudo por la calle, en el metro o en el
autobús, paseando con su familia, hablando entre ellos en árabe o
en francés, cambiando de una lengua a otra con sorprendente
facilidad. He trabajado con ellos y algunos son amigos.
Son ingenieros, jefes de obra, pintores
o cualquier cosa que se propongan. Se llaman Nabil, Saadia, Oualid,
Hamza, Samira o Nízar. Tienen la piel oscura y sus rasgos les
delatan, pero poco importa, pues tienen una mirada lúcida, son
alegres, familiares, simpáticos y generosos. Cuando comemos juntos
es inútil servirles vino y suelen preguntar si la carne del menú es
Halal. Les cuesta trabajar más durante el Ramadán, pero cuando
acaba no dudan en celebrarlo como nadie, rodeados por toda su
familia, como siempre lo han hecho. Siguen las tradiciones que han
aprendido de sus padres y que ellos inculcan a sus hijos. Yo les
respeto y admiro profundamente por ello, por defender sus orígenes
sin querer imponer nada, respetando la cultura del país en el que
viven y que les ha permitido prosperar. Sólo espero que mañana
puedan ir a trabajar sin que la gente les mire con desconfianza,
asignándoles etiquetas que ellos mismos son los primeros en
aborrecer y condenar. Saldrán y se manifestarán con nosotros, codo
a codo, bajo la misma pancarta, defendiendo la vida que tanto les ha
costado ganar, soñando como todos con un mundo de paz y libertad.
Artículo publicado en el número 1468 de "XL SEMANAL", sección "cartas".
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