domingo, 15 de noviembre de 2015

Déjà vu

Todo se repite una y otra vez, sin que podamos evitarlo. Si algo nos ha enseñado la historia es que todo es cíclico. Todo ya ha pasado y, por desgracia o por fortuna (dependiendo de la situación a la que nos refiramos), todo volverá a suceder. El último y triste "déjà vu" lo vivimos anteayer, cuando 129 inocentes perdieron la vida en París en manos de viles terroristas. Otras imágenes de barbarie más familiares vinieron casi inmediatamente a mi cabeza para recordarme que crecemos y vivimos envueltos por el miedo a un nuevo atentado. Cuando era niño no entendía muy bien por qué lo hacían y hoy me sigo haciendo la misma pregunta.

Se trataba de ETA. Es un recuerdo más de mi infancia: vivir pensando que unos enmascarados podían poner una bomba en cualquier lugar. Con el tiempo descubrí la causa que había detrás, pero poco importa cuando son las armas las que están delante. Recuerdo cuando asesinaron a un policía en mi ciudad natal, Murcia. Era 1992 y tenía siete años cuando descubrí el verdadero significado de la palabra miedo. Ya no sucedía únicamente al otro lado de la televisión, sino que ocurría sobre la misma tierra que pisaba todos los días. Diez años más tarde, ETA colocó una bomba en una hamburguesería de Torrevieja, a tan sólo cincuenta metros del piso en el que pasaba el verano con mi familia. Nadie resultó herido, pero el miedo volvió a entrar en mi vida.

Hoy los rostros y las siglas han cambiado, pero detrás de ellos se esconde lo mismo: la imposición de ideologías por la fuerza y, ante todo, el desprecio hacia la vida humana. Da igual que hablemos de ETA, Al Qaeda o Estado Islámico. Todos nos emocionamos con el ultimátum a Miguel Ángel Blanco, a todos se nos encogió el corazón cuando vimos caer las Torres Gemelas, todos salimos a la calle a manifestarnos cuando el 11M, todos fuimos Charlie. Vivimos en una guerra constante, con atentados que suceden con más o menos frecuencia, más o menos cerca. Podemos rechazarla, gritar que no acabará con nuestras libertades, que nunca cambiará nuestra forma de vivir, pero la hoguera de la amenaza seguirá estando ahí, avivada por extremismos de uno y otro lado, retándonos a quemarnos de un momento a otro, consciente de la imposibilidad de extinguirla por completo.

Hace seis años que llegué a Francia, donde me sorprendió la generalmente pacífica convivencia con la población de origen árabe. No siempre fue así, y aún hoy en día el desprecio y la marginación siguen haciendo acto de presencia. Sin embargo fueron ellos mismos, mucho más numerosos de lo que en un principio pude imaginar (el 7% de la población), los que se ganaron el respeto de sus semejantes, lejos de las tensiones que todavía no hemos superado en España, donde a veces se nos olvida que ellos, durante siete siglos, también fueron españoles. En cambio ahora son mirados con recelo mientras esperan en una gasolinera a que cualquier agricultor les elija para hacer lo que nosotros no queremos. En Francia, en cambio, están bien integrados y ocupan cualquier tipo de trabajo, más o menos cualificado. Ellos también son franceses, han nacido en Marruecos, Argelia o Túnez o son hijos de los que se fueron. Los cruzo muy a menudo por la calle, en el metro o en el autobús, paseando con su familia, hablando entre ellos en árabe o en francés, cambiando de una lengua a otra con sorprendente facilidad. He trabajado con ellos y algunos son amigos.

Son ingenieros, jefes de obra, pintores o cualquier cosa que se propongan. Se llaman Nabil, Saadia, Oualid, Hamza, Samira o Nízar. Tienen la piel oscura y sus rasgos les delatan, pero poco importa, pues tienen una mirada lúcida, son alegres, familiares, simpáticos y generosos. Cuando comemos juntos es inútil servirles vino y suelen preguntar si la carne del menú es Halal. Les cuesta trabajar más durante el Ramadán, pero cuando acaba no dudan en celebrarlo como nadie, rodeados por toda su familia, como siempre lo han hecho. Siguen las tradiciones que han aprendido de sus padres y que ellos inculcan a sus hijos. Yo les respeto y admiro profundamente por ello, por defender sus orígenes sin querer imponer nada, respetando la cultura del país en el que viven y que les ha permitido prosperar. Sólo espero que mañana puedan ir a trabajar sin que la gente les mire con desconfianza, asignándoles etiquetas que ellos mismos son los primeros en aborrecer y condenar. Saldrán y se manifestarán con nosotros, codo a codo, bajo la misma pancarta, defendiendo la vida que tanto les ha costado ganar, soñando como todos con un mundo de paz y libertad.        

Lyon, Place des Terreaux, homenaje a las víctimas de los atentados de París, 08/12/2015

Murieron para que valoráramos más la vida, para que supiéramos que la seguridad es una ilusión creada por quienes saben que no existe, para mostrarnos que debemos asumir riesgos si queremos vivir plenamente.

1 comentario:

  1. Artículo publicado en el número 1468 de "XL SEMANAL", sección "cartas".

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