Las luces del camión de bomberos
colorean la vecina fachada de forma intermitente y llegan hasta el
salón de mi casa. Desde allí observo cómo un grupo de curiosos
busca en la calle la razón de tal revuelo. En la oscuridad de un
apartamento, los haces de las linternas se recortan con nitidez.
Mientras inspecciona con cautela el lugar, un policía ilumina las
caras de sus compañeros y me permite deducir lo que sucede. La luz
había sido cortada tras el reiterado impago de las facturas y los
vecinos les habían alertado por un insoportable y preocupante olor.
Abajo, los bomberos salen de la puerta del edificio cargando una gran
funda de plástico, que parece contener un cadáver. Mi vecino ha
muerto de la misma forma en que ha vivido. En la más absoluta
soledad.
No era la primera vez que los bomberos
le visitaban: él mismo les había llamado en otra ocasión. El viejo
parecía enfermo, apenas era capaz de moverse, y los bomberos le
llevaron al hospital. Semanas más tarde, en otra visita, le dieron
consejos para que cuidara su delicada salud. A decir verdad, llevaba
una extraña vida, siempre despierto, siempre junto a la ventana.
Pude comprobarlo durante las largas noches que siguieron al
nacimiento de mi hijo, cuando me paseaba con él en brazos y me
consolaba mirando las luces de los que tampoco dormían. A las dos, a
las cuatro, a las seis de la madrugada. Mi vecino estaba en su
habitación, la ventana abierta y la luz encendida. Unas semanas
antes de la última irrupción de los bomberos, me di cuenta de que
ya no se asomaba a la ventana, ni veía la televisión como
acostumbraba. Pensé que se había mudado o que seguía ingresado en
el hospital, sin imaginar que la peor de las suposiciones acabaría
confirmándose.
Desde mi ventana, mientras observo cómo
su inerte cuerpo emprende un penúltimo viaje, me doy cuenta de hasta
qué punto ignoramos la vida de nuestros vecinos, cuyas historias se
entrecruzan inevitablemente con la nuestra. Viven a escasos metros de
nosotros y al otro lado de un simple muro se pueden materializar los
más terribles escenarios, protegidos por nuestra secreta
complicidad. Barro con la mirada la fachada del edificio de enfrente
y veo otras vidas que transcurren sin sospechar que los policías no
han acabado su registro. Siguen buscando indicios que hagan suponer
que la muerte no ha sido natural. Un hombre fallece sin que nadie
pueda socorrerle, o al menos reparar en su ausencia, y otro apunta
con un láser a los militares que custodian una escuela judía. Mi
vecino murió hace un año, cuando creí descubrir a quien buscaban
los militares que me denunciaron por culpa de aquel láser, como
conté la semana pasada.
Una inusual actividad delató las obras
que tenían lugar en el piso contiguo al mío. Su dueño lo preparaba
para la llegada de su hija y su yerno. La experiencia vivida con su
último inquilino le hizo escarmentar y ahora sólo piensa en acoger
a gente de confianza, empezando por su familia. Los policías también
habían intentado inspeccionar aquel apartamento, pues al estar
situado a la misma altura que el mío, resultaba igualmente
sospechoso. Sin encontrar a nadie que les abriera, acabaron acudiendo
al dueño, que estuvo presente en el registro y contempló la extraña
escena. Las pertenencias de su inquilino seguían allí, pasaporte
incluido, y la hipótesis de un precipitada huída parecía
descartable. El dueño afirmó que el hombre nunca le había pagado
el alquiler y que los documentos que justificaban su sueldo,
facilitados para poder alquilar el piso, eran falsos. Había llamado
a su empresa para localizarle, pero nunca había trabajado allí.
Acabó de contarme aquella historia diciendo que no le extrañaría
si su cuerpo aparecía flotando algún día en el Ródano.
Lo más difícil de explicar es que
aquel inquilino, que no volvió a dar señales de vida, era judío. O
al menos eso indicaba la mezuzá, un tubo de plástico
atornillado en la jamba de su puerta, que contenía un pergamino con
dos versículos de la Torá. Estas rocambolescas anécdotas vienen a
mi memoria porque, arrastrado por la inercia de la vida, me acabo de
mudar a otro barrio de Lyon, donde he encontrado un piso con más
espacio y comodidades. Así que voy a echar de menos mi antigua y
animada calle. Salvo honrosas excepciones, puedo confirmar que los
franceses son menos cercanos que los españoles y las relaciones
vecinales son más bien frías. Pero, tras las experiencias vividas,
creo que voy a interesarme más por mis vecinos, aunque sólo sea
para presentarme y, de paso, ver qué cara tiene quien vive a unos
centímetros a la izquierda. Por lo que pueda pasar.
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