Un
buen día nos levantamos, miramos a nuestro alrededor y vemos que
estamos hartos de todo. El motivo es una situación que se ha vuelto
incómoda con el paso del tiempo o la frustración de vivir en una
realidad que no podemos cambiar. Cargamos con una mochila que pesa
cada día más y nos obliga a parar en un momento dado. Es la gota
que colma el vaso: tras su caída no podemos ver el mundo con los
mismos ojos. Intuimos que debemos cambiar algo en nuestras vidas,
pero no sabemos exactamente qué o nos resistimos a admitirlo. Es
algo que motiva a muchos a hacer las maletas e instalarse, de forma
temporal o permanente, en otro país.
Ese
cansancio es el motor que hace avanzar el mundo, o nuestra
civilización al menos. Nos gustaría creer que cambiamos por el
simple hecho de querer mejorar y llegar más lejos, pero casi nunca
sucede así. Lo hacemos cuando el hastío nos supera y no nos deja
otra elección, cuando la confortable situación en que vivimos se
vuelve insostenible. Porque la noción de riesgo inherente a todo
cambio es más fácil de soportar cuando nos convencemos de que no
hay otra salida. La posibilidad de fracasar se asume entonces sin
reparo, pensando, por error, que no podemos ir a peor.
Es
fácil encontrar ejemplos de esta forma de actuar. Si echamos mano
del arte y de la arquitectura, el mundo en que me muevo
habitualmente, vemos que muchos movimientos surgieron como
contestación de sus predecesores. Cansados del auge de la
industrialización y la producción en serie, el Art Nouveau o el
Modernismo se ocuparon de reivindicar el trabajo manual con
creaciones únicas y exuberantes. Encontraron en la naturaleza la
inspiración que necesitaban para superar la tiranía de la
racionalización y la línea recta. Sin olvidar el Impresionismo, que
perdió el interés en retratar fielmente la realidad, prefirió
dejar ese trabajo a la fotografía y se centró en plasmar un
instante determinado de forma libre, olvidándose de reglas
impuestas.
Hay
muchos más casos que demuestran el carácter cíclico del cansancio.
Por mucho que cambiemos, tarde o temprano acabaremos cansándonos y
buscando algo nuevo o simplemente distinto. Y así volvemos a
situaciones que creíamos haber superado o de las que no aprendimos
lo suficiente. No avanzamos de forma lineal y nos empeñamos en
contradecir la teoría de la evolución, tomando decisiones que nos
acaban perjudicando (aun sabiéndolo) y repitiendo los mismos errores
cuando el tiempo los borra de nuestra memoria. Aunque ese tedio que
nos obliga a cambiar nos haga retroceder, no hay que olvidar que es
un proceso fundamental e inevitable. Cuando falla es porque no somos
capaces de aprender de viejos errores y los seguimos viendo como una
posibilidad interesante.
Emigrar
es una difícil decisión motivada muchas veces por el cansancio.
Aparece como la única opción ante un complicado contexto político
o económico, ante una situación profesional o personal difícil de
aguantar. Y, como cualquier elección, no es sinónimo de éxito.
Puede suponer un remedio a corto plazo, una bocanada de aire fresco
que nos muestre posibilidades que nunca habíamos considerado. Pero
al final acaba enseñándonos que en todos sitios cuecen habas: si
los problemas de los que huimos no existen en ese nuevo lugar,
aparecerán otros equivalentes.
Cuando
me vine a Francia, estaba cansado de unos políticos que habían
hecho mal su trabajo y habían dilapidado el futuro de los españoles.
Hace un año tuvimos la oportunidad de expresar nuestro malestar y
cambiar. Sin embargo, nuestros políticos no estuvieron a la altura
de las circunstancias, vivimos una penosa situación de bloqueo y nos
conformamos con "lo malo conocido". Ahora Francia se
enfrenta a una encrucijada similar, aunque con diferentes resultados.
Hoy toma posesión un presidente que, supuestamente, ha acabado con
el bipartidismo. Los franceses han osado y han castigado en las urnas
a los partidos que dejaron al país en una delicada posición. Pero
los titulares hablan más de una derrota de la ultraderecha que de un
futuro esperanzador. Evitar el "mal mayor" no significa que
haya soluciones para los verdaderos problemas. Y eso es lo más
preocupante, porque demuestra que poco importa el lugar en que nos
encontremos si no sabemos cambiar sin aprender de nuestros errores.
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