domingo, 21 de mayo de 2017

Nuevos bocados

Como una zambullida en agua helada, notamos que una nueva sensación nos asalta y lleva a un mundo desconocido. Una vez allí será difícil volver al lugar de donde venimos, o al menos llevará más tiempo de lo esperado. Es el efecto del primer bocado. Con el segundo vendrá la certeza de haber iniciado un proceso sin fin, que comienza cada vez que probamos un nuevo plato. Es la forma más sencilla de conocer el país al que acabamos de llegar o de viajar sin cambiar de ciudad.

La gastronomía nos facilita la inmersión en un lugar determinado. Es capaz de enseñar aspectos de la tradición local, de la sabiduría popular o de la historia de una región, que sería difícil conocer de otra manera. Todo ello en un solo instante, haciendo trabajar nuestro gusto y olfato de forma placentera. Pero no tienen por qué gustarnos esos nuevos sabores, que nos enfrentarán a situaciones incómodas y forjarán nuestra personal opinión. ¿Qué decir cuando un buen anfitrión nos prepara con orgullo una delicia local y no pasamos del tercer bocado? Nos guste o no, un buen plato nos habla de los productos de la tierra que visitamos y su peculiar forma de combinar sabores conforma la personalidad de ese lugar. Además, los rituales en torno a la mesa (el orden de los platos o la forma de comerlos) también participan en esa forma de interpretar el mundo que nos rodea.

Al llegar a Francia tuve la suerte de aterrizar en Dijon, capital de la Borgoña, una de las regiones en donde mejor se come, y en el seno de una familia que se esmeró en mostrarme los platos locales. Un país reconocido por su tradición culinaria no me decepcionó, pero me deparó más de una sorpresa. La primera fue un plato que no deja indiferente a nadie: los caracoles de Borgoña. Aunque una potente salsa a base de mantequilla, ajo y perejil deja el sabor de los moluscos a un lado. Prueba superada. Otro plato peculiar, característico de toda Francia, son las ancas de rana. Con un sabor parecido al pollo, el principal inconveniente son los abundantes huesecillos. Pero yo me quedo con el "boeuf bourguignon", un exquisito estofado que combina dos productos representativos de esta región: la carne de buey y el vino tinto. Mención especial merecen también el "jambon persillé" (jamón cocido con perejil, ajo y vino blanco) y la "fondue bourguignonne" (que consiste en meter pequeños cubos de carne de buey en un cazo con aceite caliente para luego mezclarlos con numerosas salsas, entre las que destacará la clásica mostaza de Dijon).

Cuando, cinco años más tarde, me instalé en Lyon, me lancé a descubrir la región de Auvergne- Rhône-Alpes y los sabores cambiaron radicalmente. Si bien se trata de otro lugar donde se come muy bien, hay que reconocer que la primera impresión resulta sorprendente, pues el principal ingrediente de muchos platos es la casquería. Así nos enfrentamos de buenas a primeras con sabores contundentes, como la "andouillette" (una gruesa salchicha rellena de tripas), que no todo el mundo soporta. El menú lo completarán todo tipo de salchichas y embutidos, pero también las deliciosas "quenelles", hechas con una pasta de harina mezclada con mantequilla, huevos, leche y pequeños trozos de carne o pescado, entre otros platos. Tampoco podemos olvidar que Lyon es la ciudad del célebre Paul Bocuse, fundador de la "nouvelle cuisine" o cocina moderna, origen de los llamados "restaurantes gastronómicos" y de las florituras a las que ya estamos acostumbrados. Razón de más para elegir a Lyon como capital de la gastronomía francesa, galardón que comparte con Dijon, merecido reconocimiento a la tradición y al alto nivel de cualquier brasserie de ambas ciudades.

Pero la cocina que más importa no es la que probamos en un restaurante, sino la que hacemos todos los días. Es en nuestra propia casa donde, de esa manera, se materializan las raíces de la cultura local. Desde mi llegada a Francia he intentado hacer mías esas costumbres y cocinar según la tradición del lugar en que vivo, aconsejado por mis amigos franceses. Así fue como descubrí que le ponen panceta y queso a casi todo (ellos suelen decir de nosotros que abusamos del aceite de oliva y del ajo), desde la quiche lorraine hasta la salade lyonmaise. Y en mi casa, respetando la tierra de la que procedo, estos dos típicos ingredientes conviven de forma natural con las patatas de nuestra tortilla o el arroz de la paella. Es mi manera de demostrar que la mezcla, lejos de resultar indigesta, rompe la mordaza de la monotonía, despierta aletargadas partes de nuestra personalidad y nos hace sentir más vivos que nunca.

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