Como
una zambullida en agua helada, notamos que una nueva sensación nos
asalta y lleva a un mundo desconocido. Una vez allí será difícil
volver al lugar de donde venimos, o al menos llevará más tiempo de
lo esperado. Es el efecto del primer bocado. Con el segundo vendrá
la certeza de haber iniciado un proceso sin fin, que comienza cada
vez que probamos un nuevo plato. Es la forma más sencilla de conocer
el país al que acabamos de llegar o de viajar sin cambiar de ciudad.
La
gastronomía nos facilita la inmersión en un lugar determinado. Es
capaz de enseñar aspectos de la tradición local, de la sabiduría
popular o de la historia de una región, que sería difícil conocer
de otra manera. Todo ello en un solo instante, haciendo trabajar
nuestro gusto y olfato de forma placentera. Pero no tienen por qué
gustarnos esos nuevos sabores, que nos enfrentarán a situaciones
incómodas y forjarán nuestra personal opinión. ¿Qué decir cuando
un buen anfitrión nos prepara con orgullo una delicia local y no
pasamos del tercer bocado? Nos guste o no, un buen plato nos habla de
los productos de la tierra que visitamos y su peculiar forma de
combinar sabores conforma la personalidad de ese lugar. Además, los
rituales en torno a la mesa (el orden de los platos o la forma de
comerlos) también participan en esa forma de interpretar el mundo
que nos rodea.
Al
llegar a Francia tuve la suerte de aterrizar en Dijon, capital de la
Borgoña, una de las regiones en donde mejor se come, y en el seno de
una familia que se esmeró en mostrarme los platos locales. Un país
reconocido por su tradición culinaria no me decepcionó, pero me
deparó más de una sorpresa. La primera fue un plato que no deja
indiferente a nadie: los caracoles de Borgoña. Aunque una potente
salsa a base de mantequilla, ajo y perejil deja el sabor de los
moluscos a un lado. Prueba superada. Otro plato peculiar,
característico de toda Francia, son las ancas de rana. Con un sabor
parecido al pollo, el principal inconveniente son los abundantes
huesecillos. Pero yo me quedo con el "boeuf
bourguignon",
un exquisito estofado que combina dos productos representativos de
esta región: la carne de buey y el vino tinto. Mención especial
merecen también el "jambon
persillé"
(jamón cocido con perejil, ajo y vino blanco) y la "fondue
bourguignonne"
(que consiste en meter pequeños cubos de carne de buey en un cazo
con aceite caliente para luego mezclarlos con numerosas salsas, entre
las que destacará la clásica mostaza de Dijon).
Cuando,
cinco años más tarde, me instalé en Lyon, me lancé a descubrir la
región de Auvergne- Rhône-Alpes y los sabores cambiaron
radicalmente. Si bien se trata de otro lugar donde se come muy bien,
hay que reconocer que la primera impresión resulta sorprendente,
pues el principal ingrediente de muchos platos es la casquería. Así
nos enfrentamos de buenas a primeras con sabores contundentes, como
la "andouillette"
(una gruesa salchicha rellena de tripas), que no todo el mundo
soporta. El menú lo completarán todo tipo de salchichas y
embutidos, pero también las deliciosas "quenelles",
hechas con una pasta de harina mezclada con mantequilla, huevos,
leche y pequeños trozos de carne o pescado, entre otros platos.
Tampoco podemos olvidar que Lyon es la ciudad del célebre Paul
Bocuse, fundador de la "nouvelle
cuisine"
o cocina moderna, origen de los llamados "restaurantes
gastronómicos" y de las florituras a las que ya estamos
acostumbrados. Razón de más para elegir a Lyon como capital de la
gastronomía francesa, galardón que comparte con Dijon, merecido
reconocimiento a la tradición y al alto nivel de cualquier brasserie
de ambas ciudades.
Pero
la cocina que más importa no es la que probamos en un restaurante,
sino la que hacemos todos los días. Es en nuestra propia casa donde,
de esa manera, se materializan las raíces de la cultura local. Desde
mi llegada a Francia he intentado hacer mías esas costumbres y
cocinar según la tradición del lugar en que vivo, aconsejado por
mis amigos franceses. Así fue como descubrí que le ponen panceta y
queso a casi todo (ellos suelen decir de nosotros que abusamos del
aceite de oliva y del ajo), desde la quiche
lorraine
hasta la salade
lyonmaise.
Y en mi casa, respetando la tierra de la que procedo, estos dos
típicos ingredientes conviven de forma natural con las patatas de
nuestra tortilla o el arroz de la paella. Es mi manera de demostrar
que la mezcla, lejos de resultar indigesta, rompe la mordaza de la
monotonía, despierta aletargadas partes de nuestra personalidad y
nos hace sentir más vivos que nunca.
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