domingo, 7 de mayo de 2017

Maletas llenas

La cremallera no da más de sí y parece que nunca se cerrará. La maleta ha dicho basta y se resiste una vez más. No queda más remedio que volver a abrirla, redistribuir su contenido y decidir qué se queda fuera. Todas las vacaciones acaban igual: pesando nuestro equipaje para no llevarnos una desagradable sorpresa en el mostrador de facturación. Al final nos vemos obligados a hacer una lista de prioridades para no dejar atrás lo que más nos importa. ¿Con qué llenamos nuestras grandes maletas cuando volvemos de un viaje a nuestro país de origen? ¿Qué necesitamos llevar cuando nos alejamos de nuestra tierra durante un tiempo indefinido?

Sensaciones. La respuesta es sencilla, pero tiene un doble sentido. Ese concepto ideal, que nos debería acompañar sin ocupar espacio, necesita un apoyo material: algo que le permita manifestarse en cualquier lugar. Queremos sentirnos como en casa allá donde vamos y por eso nos rodeamos de objetos que significan algo para nosotros y evocan buenos momentos. Nos animan cuando tenemos un día difícil o nos supera una imprevisible situación, porque nos devuelven a donde siempre nos sentimos seguros. Curiosamente muchos de esos objetos son comestibles y nos trasladan de forma inmediata, gracias a un simple bocado, en el tiempo y en el espacio.

La experiencia me ha enseñado que, si viajamos sin billete de vuelta, debemos llenar nuestras maletas con toda la comida que podamos. Hay que hacerlo de forma selectiva, empezando por aquellos alimentos que no podremos encontrar en nuestro destino y significan algo para nosotros. Sería un error pensar que sólo necesitamos ropa para viajar, pues siempre existe la posibilidad de comprarla en cualquier lugar, lo que no sucede cuando queremos recuperar un sabor que no volveremos a probar en mucho tiempo. Nuestro equipaje se convierte entonces en una especie de despensa móvil y nos obliga a llevar cuidado con los alimentos perecederos, que podrían sufrir durante el viaje o verse aplastados por culpa de un movimiento impredecible. El estado en que los encontremos al llegar a nuestro destino dependerá de la forma en que los hayamos colocado en la maleta, que a veces es sometida a más fuerzas que una cápsula espacial entrando en la atmósfera.

Todavía recuerdo la primera vez que mis padres vinieron a verme a Francia, cuando recorrieron mil seiscientos kilómetros en coche con un maletero lleno de melones, jamón, lomo ibérico, aceite de oliva (ese oro líquido que tan caro resulta en el extranjero), pasteles de carne, empanadas murcianas, salteadores, ensaimadas y otros manjares. Me preguntaron qué necesitaba y la respuesta pareció una lista de la compra. Cargaron el coche con otras cosas, pero nada me pareció tan imprescindible como el reencuentro con esos sabores.

Tampoco podré olvidar un viaje a la casa de mis suegros, de donde regresamos con un preciado cargamento de botes de mermelada casera, dulces, quesos y embutidos que caracterizan ese lado de los Cárpatos. Mi suegra envolvió los frascos de vidrio con bolsas de plástico y los protegió con papeles de periódico. Los colocamos de forma que la ropa amortiguara cualquier golpe y llenamos las maletas hasta llegar al límite reglamentario, pensando que las ruedas harían más llevadera su carga. Desgraciadamente no contamos con las escaleras mecánicas estropeadas del metro, donde me prometí a mí mismo, con una maleta de veintidós kilos en cada mano, que nunca volvería a hacer algo semejante, aun sabiendo que sería incapaz de mantener mi palabra. Una vez en casa, comprobamos que las precauciones no habían bastado y uno de los tarros se había roto, dejando casi toda la ropa manchada de mermelada de frambuesa...

Más allá del peso o de los contratiempos que puedan surgir, siempre hago lo mismo cuando vuelvo a casa por vacaciones: voy ligero de equipaje y regreso con todo lo que tanto echo de menos. Con la merienda que tomaba cuando salía del colegio y las preocupaciones no existían, con la comida de los domingos, o los días de fiesta, o con el sabor de los desayunos antes de ir al instituto. Y para que el ejercicio sea efectivo, a veces hago dos listas: una con las cosas que llenarán mi maleta y otra con las que no cabrán y que deberé reencontrar durante la corta estancia en mi tierra. Las sensaciones que calman la nostalgia y me hacen sentir como en casa.

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