A veces resulta difícil
escapar de las garras de la tradición. A veces cuesta demasiado
salir de los prejuicios habituales que nos envuelven. A veces el
precio por evitar los dictados de la sociedad es demasiado alto.
Rechazamos los convencionalismos por el simple hecho de haber sido
impuestos sin preguntarnos antes, sin dejarnos elegir. Huimos de todo
aquello que no depende de nosotros y limita nuestra libertad. Cuando
nos obligan a bajar la cabeza y asentir, tenemos derecho a pedir
explicaciones a cambio. Que no nos corten las alas sin haber volado
antes. Que nos dejen alzar el primer vuelo antes de encerrarnos, pues
será nuestra única arma para reclamar lo que nos deben.
Desde nuestra llegada a
Rumanía supimos que no iba a ser fácil salir del camino
establecido: nadie entendía por qué no queríamos hacer lo que todo
el mundo hacía. Nos deshicimos en explicaciones que se perdieron en
el aire, pues es imposible convencer a quien nunca ha ido más allá
de las imposiciones y a quien le han robado la curiosidad. Fueron
precisamente las imposiciones locales y mi curiosidad las que nos
empujaron a celebrar una boda tradicional rumana, pero los hábitos
no tardaron en asfixiarnos y no fuimos capaces de seguir todas las
costumbres.
Entre esos ritos
procedentes de la religión, de supersticiones y de un inefable saber
popular, destacaré que la boda duró tres días. En el primero, la
familia de la novia nos invitó a una simpática fiesta para "marcar"
el domicilio familiar con unas ramas de abeto colocadas en la puerta,
que bendijimos con una mezcla de vino y agua y los cánticos
habituales. El día de la boda mis padrinos me vistieron y
aprovecharon para gastar todo tipo de bromas, afeitándome con crema
chantilly y una espada u ofreciéndome ropa que no era la mía...
Acompañado por mi séquito, volví a la casa de la novia para pedir
su mano a su madre, que me rechazó dos veces. Como a la tercera va
la vencida (no sólo en Rumanía), acabó cediendo y tuve que buscar
a la novia en la casa, aunque, gracias a la aprobación de mi suegra,
ya no fue difícil. Para seguir con las tradiciones partieron una
tarta sobre la cabeza de la novia (sí, fue tan extraño como parece)
y nos dirigimos a la iglesia, siempre acompañados por un abeto,
símbolo de protección y fertilidad. La ceremonia religiosa siguió
el rito cristiano ortodoxo y nos sorprendió a todos los españoles
por su solemnidad y belleza. Ya en la celebración, lo más destacado
fue la interminable sucesión de comida, bailes tradicionales, comida
y más bailes (en este orden además) hasta bien entrada la
madrugada. Y, cómo no, a medianoche la novia fue secuestrada
para comprobar hasta dónde podían llegar mi desesperación y
capacidad de negociación. Siguiendo con las costumbres, al
día siguiente la familia de la novia nos ofreció una estupenda
comida que sería el final perfecto para tres intensos días
difíciles de olvidar.
No me detendré en
explicar por qué no hicimos una tercera boda, española esta vez.
Sencillamente pensamos que dos bodas en dos países distintos y en
menos de una semana serían suficientes. A pesar de todo se me ocurrió la genial idea de, ya puestos, formalizar las cosas
también en mi país de origen, pensando que la carrera de obstáculos
había terminado. Así de confiado llegué al consulado español de
Lyon, donde la responsable del registro civil sacó el formulario
correspondiente y todo parecía ir bien, hasta que mencioné la
nacionalidad de mi mujer. "Bueno, bueno, esto va a ser muy
complicado", me soltó, insinuando las ventajas que ella podía
obtener de la nacionalidad española y que no creo sirvan de mucho
mientras vivamos en Francia. Mi indignación aumentó por momentos y
antes de romper mi pasaporte delante de ella y salir corriendo para
pedir la nacionalidad francesa, le dije que ya nos habíamos casado
en Francia, donde no habíamos tenido ningún problema. "No he
dicho que fuera imposible -continuó-, pero usted comprenderá que
éste no es el caso del españolito cualquiera que se casa con una de
su pueblo. Tendrá que rellenar este formulario, entregarlo con los
documentos requeridos y esperar la decisión del cónsul". Así
que respiré hondo, me preparé para el sprint final y volví unos
meses después con todo lo necesario bajo el brazo.
Unas
semanas más tarde mi mujer me preguntó si el papeleo español se
había terminado y contábamos con el beneplácito del cónsul o
tendríamos que organizar otra boda. Yo le contesté que ni había
comprobado la validez de los papeles españoles, ni lo haré nunca.
Ya no importaban las trabas que la burocracia o la sociedad pusiera
frente a nosotros, ya nadie podía cortarnos las alas.
Funeral en Bali (Indonesia), 06/05/2015
No podemos dejar que los lugares, las costumbres y las formas de ver el mundo que nos separan, escondan los gestos, las miradas y las reacciones que nos unen.
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario