domingo, 11 de marzo de 2018

El poder de la voz

Hay cosas que no se pueden ver, ni tocar: solo se sienten. Aún así intentamos objetivarlas, desmontarlas para subirlas a internet y compartirlas con tanta gente como sea posible. Todo ello permite que no se olviden: que alguien, en cualquier momento y lugar, componga esos pedazos y dé una nueva vida al conjunto. El problema llega cuando no obtenemos lo que esperábamos y nos preguntamos, incrédulos, qué ha fallado. Cuando pensábamos que el método era infalible.

Todos hemos experimentado esa sensación alguna vez. Seguimos al pie de la letra los pasos y utilizamos las cantidades exactas de la receta, pero, a pesar de todo, el resultado deja mucho que desear. No es el sabor que buscábamos, ése que nos recuerda a nuestra infancia o que los medios venden como el más exquisito e innovador. En el fondo necesitamos una sensación que nos sacuda por dentro, cual descarga eléctrica, y nos recuerde que estamos vivos. Tal vez por eso nos atraen tanto las emisiones culinarias y está de moda ver a gente comiendo, ya sea en la tele o en youtube. Quién nos iba a decir que salivaríamos al ver a un tipo llenar su boca en directo. El primer plano se cierra frente a su cara, mientras intenta masticar sin que salga un hilo de salsa entre los labios y compone un gesto patético. Se hace el silencio y la espera se prolonga demasiado. El espectador aguarda el veredicto, así como quien ha preparado el plato, que sonríe mientras el tipo se esfuerza en tragar cuanto antes y mostrar de la forma más evidente posible el placer que invade su cuerpo. Buenísimo. Acaba afirmando, como si pudiera decir otra cosa. La cámara se aleja para mostrar en un mismo plano al periodista extasiado y al cocinero satisfecho. Y frente a la pantalla, el espectador se pregunta qué sentido tiene este falso teatro o qué habría sucedido si el comensal hubiera dicho que tampoco era para tanto o que las lentejas de su madre le gustan más...

Hace más de una década, antes de que esta búsqueda del éxtasis carnal invadiera los medios, empecé mi personal intento por retener las sensaciones que me eran familiares y quería que me acompañaran siempre. Por aquella época, los estudios me llevaron a compartir piso y a hacer mis primeros pinitos en la cocina. Empecé aprendiendo recetas clásicas y sencillas, que metí en mi maleta cuando, unos años más tarde, aterricé en Francia, donde mi tortilla de patatas cosechó cierta fama. Lo aposté todo a una carta ganadora, pues los extranjeros en general, y los franceses en particular, tienen debilidad por nuestro plato más internacional. Sin embargo, otras recetas se me resistieron y pasaron sin pena ni gloria por mi cocina. A pesar de haberlas anotado con rigor, siguiendo los pasos dictados por mi madre o mis amigos. Mi objetivo siempre ha sido volver con cada bocado a mi país de origen, diluir la distancia o, al menos, hacerla más llevadera. Cerrar los ojos y dejarme llevar. Pero en algunos de esos viajes me he quedado a mitad de camino. Es lo que me sucede con uno de mis platos favoritos, pues, aunque consigo hacer algo comestible, es incomparable con el sabor que ha marcado mi infancia y sigue vivo en mi memoria: el del arroz de mi madre. El resultado cambia si cocino con una vitrocerámica o con un fuego a gas, claro está, y si el tipo de paellera también influye, hay un factor que pesa más que ninguno. Mi madre, como tantas otras, mide las cantidades a ojo y utiliza los ingredientes siguiendo su intuición, respetando proporciones que sólo ella conoce y que proceden de una tradición oral.


Hay cosas que no se pueden reproducir de forma literal, por mucho que nos esforcemos. Cuando le pedí a mi madre que me enseñara sus recetas, no solo lo hice para poder desenvolverme fuera de casa o viajar a mi país cada vez que preparo un arroz, sino para perpetuar un centenario saber. Para no perder un patrimonio inmaterial que no entiende de fronteras y nos acompaña a donde vamos. Para recuperar los sabores que conforman nuestra cultura, que se perderá si no la cuidamos, cuando la gente se canse de ella y no quede nadie para transmitirla y desafiar al paso del tiempo. Para captar el alma de las cosas, ésa que no queda plasmada en los libros o en las páginas web. Porque la eficacia de la comunicación escrita o audiovisual nos decepciona a veces. Sobre todo cuando es incapaz de reflejar de forma fiel el saber popular, el que nos muestra quiénes fuimos y, tal vez, seguimos siendo. Solo la calidez de la voz y el dictamen de la experiencia permiten conservar los decisivos matices que nos definen y que pueden desaparecer con facilidad. Porque cuando la voz se apaga, solo queda el silencio o el eco de una canción cuya letra olvidamos con el tiempo. 

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