Hay
cosas que no se pueden ver, ni tocar: solo se sienten. Aún así
intentamos objetivarlas, desmontarlas para subirlas a internet y
compartirlas con tanta gente como sea posible. Todo ello permite que
no se olviden: que alguien, en cualquier momento y lugar, componga
esos pedazos y dé una nueva vida al conjunto. El problema llega
cuando no obtenemos lo que esperábamos y nos preguntamos,
incrédulos, qué ha fallado. Cuando pensábamos que el método era
infalible.
Todos
hemos experimentado esa sensación alguna vez. Seguimos al pie de la
letra los pasos y utilizamos las cantidades exactas de la receta,
pero, a pesar de todo, el resultado deja mucho que desear. No es el
sabor que buscábamos, ése que nos recuerda a nuestra infancia o que
los medios venden como el más exquisito e innovador. En el fondo
necesitamos una sensación que nos sacuda por dentro, cual descarga
eléctrica, y nos recuerde que estamos vivos. Tal vez por eso nos
atraen tanto las emisiones culinarias y está de moda ver a gente
comiendo, ya sea en la tele o en youtube. Quién nos iba a
decir que salivaríamos al ver a un tipo llenar su boca en directo.
El primer plano se cierra frente a su cara, mientras intenta masticar
sin que salga un hilo de salsa entre los labios y compone un gesto
patético. Se hace el silencio y la espera se prolonga demasiado. El
espectador aguarda el veredicto, así como quien ha preparado el
plato, que sonríe mientras el tipo se esfuerza en tragar cuanto
antes y mostrar de la forma más evidente posible el placer que
invade su cuerpo. Buenísimo. Acaba afirmando, como si pudiera decir
otra cosa. La cámara se aleja para mostrar en un mismo plano al
periodista extasiado y al cocinero satisfecho. Y frente a la
pantalla, el espectador se pregunta qué sentido tiene este falso
teatro o qué habría sucedido si el comensal hubiera dicho que
tampoco era para tanto o que las lentejas de su madre le gustan
más...
Hace
más de una década, antes de que esta búsqueda del éxtasis carnal
invadiera los medios, empecé mi personal intento por retener las
sensaciones que me eran familiares y quería que me acompañaran
siempre. Por aquella época, los estudios me llevaron a compartir
piso y a hacer mis primeros pinitos en la cocina. Empecé aprendiendo
recetas clásicas y sencillas, que metí en mi maleta cuando, unos
años más tarde, aterricé en Francia, donde mi tortilla de patatas
cosechó cierta fama. Lo aposté todo a una carta ganadora, pues los
extranjeros en general, y los franceses en particular, tienen
debilidad por nuestro plato más internacional. Sin embargo, otras
recetas se me resistieron y pasaron sin pena ni gloria por mi cocina.
A pesar de haberlas anotado con rigor, siguiendo los pasos dictados
por mi madre o mis amigos. Mi objetivo siempre ha sido volver con
cada bocado a mi país de origen, diluir la distancia o, al menos,
hacerla más llevadera. Cerrar los ojos y dejarme llevar. Pero en
algunos de esos viajes me he quedado a mitad de camino. Es lo que me
sucede con uno de mis platos favoritos, pues, aunque consigo hacer
algo comestible, es incomparable con el sabor que ha marcado mi
infancia y sigue vivo en mi memoria: el del arroz de mi madre. El
resultado cambia si cocino con una vitrocerámica o con un fuego a
gas, claro está, y si el tipo de paellera también influye, hay un
factor que pesa más que ninguno. Mi madre, como tantas otras, mide
las cantidades a ojo y utiliza los ingredientes siguiendo su
intuición, respetando proporciones que sólo ella conoce y que
proceden de una tradición oral.
Hay
cosas que no se pueden reproducir de forma literal, por mucho que nos
esforcemos. Cuando le pedí a mi madre que me enseñara sus recetas,
no solo lo hice para poder desenvolverme fuera de casa o viajar a mi
país cada vez que preparo un arroz, sino para perpetuar un
centenario saber. Para no perder un patrimonio inmaterial que no
entiende de fronteras y nos acompaña a donde vamos. Para recuperar
los sabores que conforman nuestra cultura, que se perderá si no la
cuidamos, cuando la gente se canse de ella y no quede nadie para
transmitirla y desafiar al paso del tiempo. Para captar el alma de
las cosas, ésa que no queda plasmada en los libros o en las páginas
web. Porque la eficacia de la comunicación escrita o audiovisual nos
decepciona a veces. Sobre todo cuando es incapaz de reflejar de forma
fiel el saber popular, el que nos muestra quiénes fuimos y, tal vez,
seguimos siendo. Solo la calidez de la voz y el dictamen de la
experiencia permiten conservar los decisivos matices que nos definen
y que pueden desaparecer con facilidad. Porque cuando la voz se
apaga, solo queda el silencio o el eco de una canción cuya letra
olvidamos con el tiempo.
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