domingo, 18 de marzo de 2018

Un juego de intuición

Si nos alejamos lo suficiente como para ver el conjunto, distinguimos algo que une las desordenadas y distintas piezas. Aunque no sabemos qué es, nuestra intuición ve cierta armonía en el caos: una identidad que trasciende, va más allá de cada individuo y se abre paso de forma inevitable. Una vez confirmada su existencia, miramos hacia nuestro interior para ver si nos identificamos con ella, con el miedo de descubrir que no todo lo que nos define depende de nosotros.

Observo de nuevo los rostros que se agolpan en el vagón de metro, tantos que no sé por dónde empezar. Me concentro en los más cercanos y analizo sus rasgos. Color de piel, ojos, pelo. Mi mente se afana en compararlos con los ya archivados en una personal base de datos. Luego vienen los gestos, los ademanes, encargados de desvelar aspectos escondidos de la personalidad, pero me detengo antes de ir más lejos. Como suelo hacer a menudo, intento adivinar la nacionalidad de cada cara. Además de confiar en mi manera de asociar rasgos físicos, lo hago en mi intuición, que me dice si he dado con la excepción que confirma la regla. Después busco una confirmación, el mínimo indicio capaz de delatar el origen de la persona en cuestión. Unas veces es fácil, pues suena su teléfono y al responder escucho su lengua materna, o se encuentra conversando con un grupo. Otras veces las pistas son más sutiles y recurro al idioma del libro que está leyendo o de la pantalla de su móvil. Y en la mayoría de los casos el silencio se prolonga hasta que las puertas del vagón se abren en la siguiente parada y la persona se funde en la muchedumbre, dejándome con las manos vacías. Suelo acertar a menudo, sobre todo cuando se trata de algún paisano. Aunque franceses y españoles somos muy parecidos, más allá de todo tópico sobre nuestra talla y color de piel o pelo (no somos ni más bajos, ni más morenos), hay algo que me permite hallar a los míos con facilidad. Tienen un "aire", como se suele decir, algo difícil de describir, que la intuición encuentra a primera vista. Es la extraña sensación de poder confiar en una persona sin haber hablado nunca con ella.

Después está el inevitable baile de la lengua. Las palabras españolas saltan sobre las francesas en el saturado metro. En este caso no hago ningún esfuerzo y es mi oído el que me pone alerta, siguiendo un acto reflejo, y distingue esa familiar melodía, por muy lejos que se encuentre. Me concentro un poco más para aislar fragmentos de frases y localizar su origen. Giro la cabeza y ahí está: un pequeño grupo, de tres o cuatro personas, que intercambia opiniones. Sigo la conversación, indiscreto, para ver si se trata de temporales turistas, de jóvenes estudiantes o de tenaces trabajadores que, al igual que yo, intentan hacerse un hueco en otro país. Entonces llega el juego de los matices, cuando intento asignar un área geográfica a los acentos que creo escuchar. Viajo a América para distinguir mexicanos de venezolanos o argentinos. Y vuelvo a España para separar andaluces de madrileños o murcianos, porque los gallegos, vascos o catalanes se desmarcan con sus propias lenguas o su particular forma de pronunciar el castellano. A veces veo cómo utilizan la ventaja de quien habla una lengua que la mayoría desconoce y critican, por ejemplo, a quien tienen al lado por haberles empujado sin disculparse, como si fueran invisibles y pudieran insultarle sin que se diera por aludido. Hay que reconocer que lo exótico genera siempre cierta curiosidad. Yo mismo lo he vivido en más de una ocasión: cuando contesto una llamada que procede de mi país o hablo con algún amigo español y veo cómo los rostros se giran a mi alrededor, acusadores, buscando al intruso que se delata utilizando una extraña jerga. Suelen ser gestos contrariados y ceños fruncidos. Caras de pocos amigos que, a veces, parecen esforzarse por entender lo que escuchan. Y acaban esbozando una sonrisa cuando comprenden que el grupo de ruidosos españoles está poniendo a parir al tipo que ha entrado en el vagón como un elefante en una cacharrería.


Fuera del metro, lejos de la condensación humana, es difícil distinguir caras o voces familiares. Por eso me gusta frecuentar los lugares más turísticos de la ciudad, donde las nacionalidades se multiplican y puedo retarme a mí mismo en este juego donde no siempre gano. Algunos casos son difíciles de resolver y, por mucho tiempo que miro un rostro, mi intuición no logra establecer ningún nexo. Entonces me alegro por haber perdido. Porque cada derrota me demuestra que los estereotipos no son universales, que si generalizamos siempre nos equivocamos y que la riqueza se esconde en lo distinto, en las piezas, únicas e irrepetibles, que no encajan en el rompecabezas.

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