Si
nos alejamos lo suficiente como para ver el conjunto, distinguimos
algo que une las desordenadas y distintas piezas. Aunque no sabemos
qué es, nuestra intuición ve cierta armonía en el caos: una
identidad que trasciende, va más allá de cada individuo y se abre
paso de forma inevitable. Una vez confirmada su existencia, miramos
hacia nuestro interior para ver si nos identificamos con ella, con el
miedo de descubrir que no todo lo que nos define depende de nosotros.
Observo
de nuevo los rostros que se agolpan en el vagón de metro, tantos que
no sé por dónde empezar. Me concentro en los más cercanos y
analizo sus rasgos. Color de piel, ojos, pelo. Mi mente se afana en
compararlos con los ya archivados en una personal base de datos.
Luego vienen los gestos, los ademanes, encargados de desvelar
aspectos escondidos de la personalidad, pero me detengo antes de ir
más lejos. Como suelo hacer a menudo, intento adivinar la
nacionalidad de cada cara. Además de confiar en mi manera de asociar
rasgos físicos, lo hago en mi intuición, que me dice si he dado con
la excepción que confirma la regla. Después busco una confirmación,
el mínimo indicio capaz de delatar el origen de la persona en
cuestión. Unas veces es fácil, pues suena su teléfono y al
responder escucho su lengua materna, o se encuentra conversando con
un grupo. Otras veces las pistas son más sutiles y recurro al idioma
del libro que está leyendo o de la pantalla de su móvil. Y en la
mayoría de los casos el silencio se prolonga hasta que las puertas
del vagón se abren en la siguiente parada y la persona se funde en
la muchedumbre, dejándome con las manos vacías. Suelo acertar a
menudo, sobre todo cuando se trata de algún paisano. Aunque
franceses y españoles somos muy parecidos, más allá de todo tópico
sobre nuestra talla y color de piel o pelo (no somos ni más bajos,
ni más morenos), hay algo que me permite hallar a los míos con
facilidad. Tienen un "aire", como se suele decir, algo
difícil de describir, que la intuición encuentra a primera vista.
Es la extraña sensación de poder confiar en una persona sin haber
hablado nunca con ella.
Después
está el inevitable baile de la lengua. Las palabras españolas
saltan sobre las francesas en el saturado metro. En este caso no hago
ningún esfuerzo y es mi oído el que me pone alerta, siguiendo un
acto reflejo, y distingue esa familiar melodía, por muy lejos que se
encuentre. Me concentro un poco más para aislar fragmentos de frases
y localizar su origen. Giro la cabeza y ahí está: un pequeño
grupo, de tres o cuatro personas, que intercambia opiniones. Sigo la
conversación, indiscreto, para ver si se trata de temporales
turistas, de jóvenes estudiantes o de tenaces trabajadores que, al
igual que yo, intentan hacerse un hueco en otro país. Entonces llega
el juego de los matices, cuando intento asignar un área geográfica
a los acentos que creo escuchar. Viajo a América para distinguir
mexicanos de venezolanos o argentinos. Y vuelvo a España para
separar andaluces de madrileños o murcianos, porque los gallegos,
vascos o catalanes se desmarcan con sus propias lenguas o su
particular forma de pronunciar el castellano. A veces veo cómo
utilizan la ventaja de quien habla una lengua que la mayoría
desconoce y critican, por ejemplo, a quien tienen al lado por
haberles empujado sin disculparse, como si fueran invisibles y
pudieran insultarle sin que se diera por aludido. Hay que reconocer
que lo exótico genera siempre cierta curiosidad. Yo mismo lo he
vivido en más de una ocasión: cuando contesto una llamada que
procede de mi país o hablo con algún amigo español y veo cómo los
rostros se giran a mi alrededor, acusadores, buscando al intruso que
se delata utilizando una extraña jerga. Suelen ser gestos
contrariados y ceños fruncidos. Caras de pocos amigos que, a veces,
parecen esforzarse por entender lo que escuchan. Y acaban esbozando
una sonrisa cuando comprenden que el grupo de ruidosos españoles
está poniendo a parir al tipo que ha entrado en el vagón como un
elefante en una cacharrería.
Fuera
del metro, lejos de la condensación humana, es difícil distinguir
caras o voces familiares. Por eso me gusta frecuentar los lugares más
turísticos de la ciudad, donde las nacionalidades se multiplican y
puedo retarme a mí mismo en este juego donde no siempre gano.
Algunos casos son difíciles de resolver y, por mucho tiempo que miro
un rostro, mi intuición no logra establecer ningún nexo. Entonces
me alegro por haber perdido. Porque cada derrota me demuestra que los
estereotipos no son universales, que si generalizamos siempre nos
equivocamos y que la riqueza se esconde en lo distinto, en las
piezas, únicas e irrepetibles, que no encajan en el rompecabezas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario