El
tiempo se ha parado en un lejano e ilusorio lugar. Antes fue algo
real: el mundo donde vivimos un día, durante una larga temporada.
Nuestro país de origen, ése que acabamos dejando atrás y llevamos
a cuestas desde que pusimos un pie fuera. Intentamos engañarnos,
pensar que las agujas seguían girando y podíamos saber la hora si
mirábamos el reloj. Pero todo quedó congelado y, cuando nos damos
la vuelta para tocar una de las inamovibles figuras creadas por el
frío, el hielo se agrieta y rompe en nuestras manos.
Cuando
vivimos en un país extranjero y nos preguntan por nuestra tierra de
origen, la evocamos tal y como era en el momento en que la dejamos.
Obviamos que la ciudad y la nación de donde venimos forman parte de
un mundo en constante evolución. Aunque nos cueste reconocerlo, o no
lo consideremos como una posibilidad, el lugar que abandonamos ya no
existe. Cuando pensamos en él, vemos una imagen idealizada. Es una
realidad paralela en que creemos ciegamente y hasta soñamos que un
día volveremos. Todo emigrante vive en una permanente comparación
entre el mundo que descubre en su país de acogida y la irreal imagen
de su tierra natal. Y cuanto más tiempo pasa lejos, más se
desequilibra la balanza.
Esta
diferencia fue flagrante durante la dictadura franquista. Quienes
partieron de España en los años sesenta encontraron un país
radicalmente distinto cuando regresaron en los ochenta, como pudimos
ver en la película "Un Franco, 14 pesetas". Salvando las
distancias con la actualidad, la reciente crisis económica ha
afectado de diferente manera a cada nación y ha abierto una gran
herida que llevará mucho tiempo curar. Las nuevas tecnologías, su
rápida evolución y democratización también han contribuido a
cambiar nuestro país. La forma en que nos relacionamos ahora no es
la misma que antes. Cuando me fui, hace más de ocho años, no
existían ni whatsapp, ni twitter. Facebook, los
smartphones o el comercio online estaban en pañales.
Cada vez que vuelvo a mi ciudad de origen por vacaciones, veo ese
cambio en el ambiente: en los locales que abren o cierran, en las
agachadas cabezas pegadas a las pantallas de teléfonos móviles.
Aparecen nuevas costumbres que me desorientan. Si me cuesta seguir el
nuevo ritmo, es porque no esperaba encontrarlo y tengo que adaptarme
a él.
De
vuelta a Francia, por muy bien que me haya integrado, no podré evitar
que los demás me vean como un inmigrante, alguien venido de fuera,
que no tiene el mismo dominio de la lengua o la misma relación con
las tradiciones locales. Como denunciaba una obra de la última
Bienal de arte de Lyon, en que el artista componía grandes figuras a
partir de sellos que estampaban la frase "forever immigrant".
Si el mundo del que venimos ya no existe y en donde vivimos no
tenemos suficientes lazos con que identificarnos, ¿adónde
pertenecemos realmente? La pregunta que muchos emigrantes se hacen no
tiene respuesta y la única forma de olvidarla es superar el
sentimiento de pertenencia a un lugar determinado. Debemos
desarraigarnos, asumir que pertenecemos al mundo, en general, y a
cada sitio que visitamos, en particular. Solo el desapego nos puede
liberar de las cadenas de los nacionalismos. Solo si nos reconocemos
en el cambio, podemos superar la nostalgia.
Más
difícil lo tienen las segundas generaciones de emigrantes: nuestros
hijos. Han nacido en el país de acogida de sus padres, dominan su
lengua y se identifican con sus costumbres, pero algo les distingue
de los demás. Es su apellido, el idioma que hablan en su casa o el
color de su piel. A pesar de que creemos vivir en una sociedad
tolerante, estas diferencias todavía cuenta y tal vez tengamos que
esperar a una tercera generación para asimilarlas con más
naturalidad. Nosotros, sus padres, siempre podremos volver a nuestros
lugares de origen, por mucho que hayan cambiado, pues nuestra memoria
se reaviva en ellos. Sin embargo, esos sitios les serán ajenos a
nuestros hijos, que no podrán establecer los mismos lazos que
nosotros. Me pregunto si permaneceré siempre lejos, perdido en este
limbo de quien no pertenece a ningún lugar, adonde he traído a mi
hijo. En realidad no me preocupa. Lo más importante es ser
consciente de este continuo cambio y saber adaptarse a la situación
que nos toque vivir, sin intentar retener o prolongar lo que, tarde o
temprano, acabará desapareciendo.
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