domingo, 4 de marzo de 2018

Siempre lejos

El tiempo se ha parado en un lejano e ilusorio lugar. Antes fue algo real: el mundo donde vivimos un día, durante una larga temporada. Nuestro país de origen, ése que acabamos dejando atrás y llevamos a cuestas desde que pusimos un pie fuera. Intentamos engañarnos, pensar que las agujas seguían girando y podíamos saber la hora si mirábamos el reloj. Pero todo quedó congelado y, cuando nos damos la vuelta para tocar una de las inamovibles figuras creadas por el frío, el hielo se agrieta y rompe en nuestras manos.

Cuando vivimos en un país extranjero y nos preguntan por nuestra tierra de origen, la evocamos tal y como era en el momento en que la dejamos. Obviamos que la ciudad y la nación de donde venimos forman parte de un mundo en constante evolución. Aunque nos cueste reconocerlo, o no lo consideremos como una posibilidad, el lugar que abandonamos ya no existe. Cuando pensamos en él, vemos una imagen idealizada. Es una realidad paralela en que creemos ciegamente y hasta soñamos que un día volveremos. Todo emigrante vive en una permanente comparación entre el mundo que descubre en su país de acogida y la irreal imagen de su tierra natal. Y cuanto más tiempo pasa lejos, más se desequilibra la balanza.

Esta diferencia fue flagrante durante la dictadura franquista. Quienes partieron de España en los años sesenta encontraron un país radicalmente distinto cuando regresaron en los ochenta, como pudimos ver en la película "Un Franco, 14 pesetas". Salvando las distancias con la actualidad, la reciente crisis económica ha afectado de diferente manera a cada nación y ha abierto una gran herida que llevará mucho tiempo curar. Las nuevas tecnologías, su rápida evolución y democratización también han contribuido a cambiar nuestro país. La forma en que nos relacionamos ahora no es la misma que antes. Cuando me fui, hace más de ocho años, no existían ni whatsapp, ni twitter. Facebook, los smartphones o el comercio online estaban en pañales. Cada vez que vuelvo a mi ciudad de origen por vacaciones, veo ese cambio en el ambiente: en los locales que abren o cierran, en las agachadas cabezas pegadas a las pantallas de teléfonos móviles. Aparecen nuevas costumbres que me desorientan. Si me cuesta seguir el nuevo ritmo, es porque no esperaba encontrarlo y tengo que adaptarme a él.

De vuelta a Francia, por muy bien que me haya integrado, no podré evitar que los demás me vean como un inmigrante, alguien venido de fuera, que no tiene el mismo dominio de la lengua o la misma relación con las tradiciones locales. Como denunciaba una obra de la última Bienal de arte de Lyon, en que el artista componía grandes figuras a partir de sellos que estampaban la frase "forever immigrant". Si el mundo del que venimos ya no existe y en donde vivimos no tenemos suficientes lazos con que identificarnos, ¿adónde pertenecemos realmente? La pregunta que muchos emigrantes se hacen no tiene respuesta y la única forma de olvidarla es superar el sentimiento de pertenencia a un lugar determinado. Debemos desarraigarnos, asumir que pertenecemos al mundo, en general, y a cada sitio que visitamos, en particular. Solo el desapego nos puede liberar de las cadenas de los nacionalismos. Solo si nos reconocemos en el cambio, podemos superar la nostalgia.

Más difícil lo tienen las segundas generaciones de emigrantes: nuestros hijos. Han nacido en el país de acogida de sus padres, dominan su lengua y se identifican con sus costumbres, pero algo les distingue de los demás. Es su apellido, el idioma que hablan en su casa o el color de su piel. A pesar de que creemos vivir en una sociedad tolerante, estas diferencias todavía cuenta y tal vez tengamos que esperar a una tercera generación para asimilarlas con más naturalidad. Nosotros, sus padres, siempre podremos volver a nuestros lugares de origen, por mucho que hayan cambiado, pues nuestra memoria se reaviva en ellos. Sin embargo, esos sitios les serán ajenos a nuestros hijos, que no podrán establecer los mismos lazos que nosotros. Me pregunto si permaneceré siempre lejos, perdido en este limbo de quien no pertenece a ningún lugar, adonde he traído a mi hijo. En realidad no me preocupa. Lo más importante es ser consciente de este continuo cambio y saber adaptarse a la situación que nos toque vivir, sin intentar retener o prolongar lo que, tarde o temprano, acabará desapareciendo. 


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