Acaparados por la rutina y la realidad, a veces olvidamos
nuestras prioridades: todo lo que significa, o un día significó, algo para
nosotros. De vez en cuando salen a flote, de forma inesperada, como los restos
de un naufragio que se resisten a permanecer en las profundidades. Son
fragmentos de vida, de tiempos mejores o, al menos, recordados como tales. Momentos
que la distancia idealiza y con los que la nostalgia juega, como un trilero consciente
de que no los recuperaremos nunca.
Cuando vivimos en el extranjero, suele ser un desconocido
quien, en un primer encuentro, escarba hasta remover más de lo deseado,
protegiéndose tras un escudo de frases hechas para romper el hielo. ¿Qué
razones te impulsaron a venir? ¿Estás contento aquí? ¿No tienes ganas de volver?
¿Qué echas de menos de tu tierra? Aunque el tiempo me haya acostumbrado a
semejantes interrogatorios, tengo que reconocer que, de buenas a primeras, no
es fácil contestar. Yo también tengo mis respuestas hechas, comodines que utilizo
para no perder demasiado tiempo en conversaciones que no llevan a ninguna parte,
pero no puedo evitar que ciertas emociones me asalten sin piedad. Para ser
sincero, no suelo pensar en cuanto echo de menos, pues la adaptación a un determinado
lugar me obliga a vivir el instante y preocuparme de los problemas del día a
día. Aun así, muchos recuerdos me invaden cuando tengo la guardia baja y la
nostalgia toma la iniciativa.
Lo primero que echamos en falta son siempre las personas.
La presencia de familiares y amigos sigue siendo difícil de sustituir a pesar
del auge de internet y las redes sociales, pues resulta imposible reducir un
abrazo, un beso o una palmada en la espalda a un frío emoticono. El contacto
humano, la forma de ser de nuestros compatriotas, capaces de recibirnos por
primera vez en una tienda y tratarnos como si fuéramos familia, será el segundo
punto de la lista. Recordamos con añoranza ese carácter abierto o la
posibilidad de salir hasta tarde y ver los bares siempre llenos.
Después están los sabores, que nos sumergen en completos viajes
sensoriales. Queremos volver a probar nuestro plato favorito, ése que nuestra
madre preparaba como nadie, que con la distancia y el tiempo es aún más deseado.
En mi caso, la única forma que he encontrado de exorcizar esos fantasmas ha
sido cocinar los platos que marcaron mi juventud y hablan de la tierra que un
día dejé atrás. Así fue como empecé a preparar mis primeras paellas, emulando
mi añorado arroz y pescado, con más pena que gloria. En Dijon, una de las ciudades
francesas más alejadas del mar, me costaba encontrar pescado fresco e
improvisaba con lo que tenía. En el mercado, el pescadero acabó conociendo mi
ritual semanal. Para la paella de los sábados, me decía guiñándome un ojo. Con
el tiempo, y tras las primeras decepciones, acabé preparando un arroz cada vez
más comestible, que hoy sigue sin estar a la altura de mis recuerdos, pero me
permite calmar la morriña.
Entre lo que más extraño, el mar ocupa un importante lugar.
Quienes, como yo, han crecido con la mirada perdida en la perfecta línea del
horizonte, sintiendo el viento golpear su rostro y oyendo las olas romper
contra las rocas, saben a lo que me refiero. Imposible encontrar las mismas
sensaciones en una ciudad de interior, aunque desde que vivo en Lyon, mi
imaginación cuenta con la ayuda del caudaloso Ródano para reconstruir lo que
necesita. Para mí, como para muchos, el mar siempre ha sido sinónimo de ocio,
así que no puedo evitar pensar en él cuando paso un día festivo en tierra firme.
Como cada fin de semana que una densa capa de nubes oculta el sol. Aun a riesgo
de que suene a tópico, no podemos olvidar que el tiempo ocupa un lugar
destacado en esta lista de inevitables ausencias. El sol y su energía no tardan
en faltar a quienes nos toca emigrar al otro lado de los Pirineos, así como los
inviernos cortos y templados. Pero no seré yo el que reclame los calurosos
veranos con cuarenta grados a la sombra, pues en Francia también tenemos nuestros
períodos de canícula, por suerte mucho más cortos.
Cuando viajamos a nuestra tierra durante unas vacaciones,
el tiempo es limitado y es difícil aprovecharlo tanto como para revivir todo lo
que echamos de menos cuando estamos lejos. Por eso suelo escribir una detallada
lista con lo que la nostalgia me dicta. Esperando que, mientras no olvide nada
y sacie su voraz apetito, me deje tranquilo durante una buena temporada.
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Dijon, Lago Kir, 31/01/2010
Buscaba el mar y me perdí en un espejismo del que todavía no he podido escapar.
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