Nuestra personal forma de actuar y casi todas las
decisiones que tomamos a diario dependen de la lucha entre dos antagónicos
instintos: nuestra capacidad de asumir riesgos y nuestra tendencia hacia la
seguridad. Son los extremos de una balanza difícil de equilibrar, que se miden en
un pulso cuyo resultado define nuestra vida.
Cuando decidimos vivir en otro país, el riesgo gana la
partida e inyecta en nosotros la adecuada dosis de adrenalina que nos incitará a
volver al lado oscuro. Allí no hay certezas y el fracaso se esconde tras cada
esquina, pero la euforia que sentimos al mantener el equilibrio en la cuerda
floja nos empuja a seguir adelante. Tal vez sea la única forma de avanzar e ir
más allá de los límites establecidos. Vivir en el extranjero mantiene alerta
nuestros sentidos y nos acostumbra al riesgo. Cada vez que tenemos que elegir,
nos quedamos con la opción más arriesgada, porque sabemos que es la más
interesante, con la que más crecemos. Y si la apuesta sale mal, lo aprendido
gracias a nuestros errores nos ayudará a llegar más lejos la próxima vez que
decidamos arriesgar.
Al otro lado de la balanza, la seguridad llama a nuestro
lado más sensato. Quiere que decidamos en función de lo ya conocido o de lo que
los demás definen como seguro: un lugar común donde todo va bien. Allí los
riesgos van acompañados de un colchón que amortigüe la posible caída. Muchos se
sienten atraídos por ese mundo ideal, pero una vez dentro, como si de una
trampa se tratara, salir resulta demasiado difícil. Habituados a una vida según
los cauces establecidos, asumir un gran riesgo nos parecerá una idea absurda que
atenta contra el natural curso de las cosas. Cegados por la calma, olvidamos que
ese camino sólo conduce a donde otros ya han estado. Sólo cuando el tedio se
vuelve insoportable volvemos a contemplar el riesgo como una posibilidad
interesante.
La infancia es el principal estandarte de ese mundo
perfecto que hay que proteger a todo precio. Mi trabajo en la rehabilitación de
colegios me ha permitido comprobar el grado de psicosis al que llega la
sociedad francesa cuando se trata de proteger a sus infantes. Los patios se
convierten en tristes lugares donde el hormigón sustituye a la tierra (para
evitar que se lancen piedras), con pocos árboles (para evitar que se coman las
hojas) y con áreas de juego recubiertas de caucho (para evitar que se rompan la
crisma). Queremos ofrecer a nuestros hijos un mundo sin riesgos, sin darnos
cuenta de que limitando sus elecciones creamos generaciones de mentes dóciles y
fáciles de manipular gracias al señuelo de la tranquilidad. En vez de mostrarles
que se encuentran en un lugar hostil donde deben identificar el peligro y
aprender a convivir con él.
Hace diez días, esta lucha interna entre el riesgo y la
seguridad se materializó en un hecho inesperado: en la plaza de Santo Domingo
de Murcia, buena parte de un ficus centenario se desplomó sin lamentar heridos
graves. Recuerdo cuando, de niño, jugaba saltando sobre sus retorcidas raíces,
trepando y escondiéndome entre sus ramas. Cuando se peatonalizó la plaza, el espacio
del ficus quedó reducido a una especie de gran macetero de metro y medio de
altura, una solución poco adaptada a este tipo de árbol. Ningún niño volvió a
jugar bajo su sombra. Unos años más tarde, la caída de una rama acabó con la
vida de un hombre y las voces de alarma obligaron a la construcción de una gran
pérgola, que no sirvió de nada ante las doce toneladas de ramas que le cayeron
la semana pasada. La realidad nos recordó que el riesgo está siempre al acecho.
Ignoro qué estrategia seguirá el ayuntamiento para restituir el ambiente de
falsa seguridad. Tal vez recurra a las medidas que nuestros vecinos franceses
utilizan para proteger a sus niños. Por mi parte, rechazo vivir en un mundo
envasado al vacío. Prefiero disfrutar de un buen árbol en toda su magnitud. Y
si se me cae una rama encima… así es la vida.
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El ficus de Santo Domingo, hace diez días. |