Nacer en un determinado lugar confiere un inevitable amor por lo que nos rodea cuando vemos el mundo por primera vez. O no. A veces esa visión sólo da ganas de partir y dejar todo atrás. Depende de lo que veamos y, más aún, de cómo lo interpretemos.
Una vez lejos, la percepción cambia. Pasado un tiempo, la nostalgia por un recuerdo mitificado se abre camino. Se ensalza lo que antes parecía anodino y se dedica cada vez más tiempo a revivir ese pasado ideal. A cerrar los ojos y a recordar. A intentar llevar a la vida cotidiana pequeños guiños del pasado, para que el presente se haga más soportable o para no olvidar lo que se ama.
De forma paralela, el migrante se identifica cada vez más con la patria que lo acoge. Lo que en un principio fue extraño, se vuelve familiar. Y llega el momento en que se enfrenta a otra encrucijada: debe elegir entre seguir identificándose con ese nuevo lugar o volver a su tierra de origen. Aunque siempre hay una tercera opción: cambiar otra vez de destino y continuar la huida hacia adelante, en un eterno viaje en busca de sentido. Todo ello depende de las personas que se encuentren por el camino y de cómo cambie la forma de ver las cosas. Y en ese devenir, la idea de patria pierde importancia, se diluye, adquiere nuevos matices y, en muchas ocasiones, se desvanece hasta desaparecer.
Yo nunca he sido lo que se dice un buen patriota. De pequeño, siempre escuchaba música en inglés, veía películas extranjeras, no me gustaba ni el flamenco ni los toros y no sentía especial devoción a lo que se suele asociar a mi país, o a mi región. Siempre he querido probar cosas nuevas, saciar mi curiosidad, superar límites, ir más lejos. Al fin y al cabo, sólo se vive una vez. Nunca he sentido un orgullo patrio o un apego insustituible a mi tierra natal, pero el hecho de no conformarme con lo que tengo no significa que no lo aprecie.
Cuando llegué a Francia, la curiosidad por descubrir un nuevo entorno era un ejercicio estimulante, como una droga que me empujaba a conocer cada vez más cosas. Esa nueva cultura acabó convirtiéndose en una nueva patria y, pasado un tiempo, una vez calmada la sed de novedad, la nostalgia empezó a pesar más en la balanza. Desde lejos seguía las noticias de mi país, celebraba éxitos deportivos o reconocimientos culturales, iba al cine cuando se estrenaba una película española, cocinaba los platos que habían marcado mi infancia y evocaba recuerdos placenteros. A ojos de mis compañeros y amigos franceses, me había convertido en un patriota español. Y yo sin saberlo. Tal vez sin quererlo, de forma intuitiva, defendía cuanto atañía a mi país y a mi región de origen, aunque nunca lo hubiera hecho antes. Tal vez sólo dependa de la forma en que vemos las cosas. Porque al otro lado de la frontera, cuando vuelvo a mi tierra, me ven como quien viene de fuera, una especie de afrancesado, que come y cena temprano; un infiltrado afín a una cultura y a unos valores extraños. Vamos, una especie de antipatriota, como si una cosa excluyera a la otra. Y así, sin pretender ser nada en concreto, me convierto en un patriota de ida y vuelta, dependiendo del lugar en que me encuentre.
Además, desde que soy padre me enfrento a un reto importante: transmitir a mi hijo la cultura de una patria que no es suya, sin caer en clichés ni ensalzamientos injustificados. Y no es fácil. Aunque le hablo y leo en español, sé que el dominio de una lengua no es suficiente para entender una cultura y hay que completarlo con otros conocimientos. Así que intento transmitir costumbres, tanto las que comparto como las que no, sin adoctrinar, con la equidistancia necesaria para evitar todo prejuicio o euforia subjetiva. El objetivo no es imponer una forma de ver el mundo, sino aportar todo lo que pueda enriquecer su propria manera de interpretar una realidad diversa y compleja. Sin etiquetas ni límites.
Para ser patriota hay que tener una patria bien definida. Cuando esa patria no tiene unos límites claros, ser patriota pierde su sentido. Porque nos damos cuenta de que no pertenecemos a un lugar determinado, que el mundo entero es nuestra verdadera patria y que no tiene sentido poner barreras al infinito.