Metida en cajas de cartón, la vida
ocupa más espacio del que imaginamos. Muchas mudanzas, como tantas
cosas en la vida, tienen su origen en una idea feliz, llena de buenas
intenciones. Después la realidad va más allá de cualquier
expectativa, nos desborda y nos obliga a improvisar. No nos queda
otra salida que tomar decisiones con rapidez, sin reflexionar ni
considerar sus consecuencias, que no tardarán en amontonarse junto a
esas cajas que nos impedirán avanzar en nuestra nueva etapa.
Hace una semana que vivimos entre
cajas, sorteándolas por la mañana, antes de ir a trabajar, y
vaciándolas por la noche, en nuestro escaso tiempo libre. Todo
empezó con la idea de cambiar de piso, acercarnos a nuestros
respectivos lugares de trabajo y disfrutar de más espacio o
comodidades que nos faciliten la vida. Encontramos, al fin, el
apartamento que reúne las condiciones impuestas y nos afanamos en
preparar la mudanza, motivados por llegar a esa esperada meta. Llegó
el momento de hacer una necesaria selección, de prescindir de las
cosas que utilizamos poco o nunca (cubiertas por una espesa capa de
polvo), de tirar esa triste caja que sigue cerrada desde la última
mudanza y de reemplazar todo lo que se acerque a su fecha de
caducidad o ya la haya superado. Pero el proceso se revela demasiado
largo y nos enfrenta a decisiones un tanto incómodas, porque no es
fácil desprenderse de determinadas cosas o encontrar un digno
sustituto. El tiempo apremia, pues la fecha del traslado no ha
cambiado, y acaba llegando el día decisivo, en que una legión de
fieles amigos desembarca para ayudarnos a arramblar con todo y cargar
con esas cosas de las que no tuvimos el valor de deshacernos.
Cuando todo queda bien estibado en el
camión alquilado para la ocasión, me embarga una curiosa sensación.
Toda mi vida se encuentra sobre esas cuatro ruedas y podría llevarla
a cualquier sitio. Mi corazón piensa en un lugar mucho más al sur,
pero mi cabeza sabe que todavía no ha llegado el momento y debo
conformarme con otro barrio de mi misma ciudad. Es la cuarta vez que
cambio de casa desde mi llegada a Francia y cada mudanza resulta más
difícil que la anterior, con más objetos que transportar y más
peso que cargar. Pienso en la vida nómada del emigrante, incapaz de
encariñarse demasiado con un lugar, obligado a echar raíces sólo
en la superficie y evitar así que sean cortadas en el próximo
transplante. Por eso tiene que poner alerta todos sus sentidos y
anticiparse al instante en que todo pese demasiado como para
transportarlo una última vez. Será el momento de tomar esa decisión
definitiva, durante tanto tiempo postergada, antes de que el excesivo
lastre impida alzar el vuelo.
Una vez en la nueva casa empieza el
curioso, y largo, ejercicio de volver a pensar toda una vida. Se
trata de abrir con cuidado cada caja, tirar lo que se rompió durante
el traslado, decidir de qué nos desharemos y asignar un lugar nuevo
a cada objeto que seguirá a nuestro lado. Necesitaremos varios
intentos antes de encontrar la mejor manera de amaestrar ese lugar
vacío y hostil. También nosotros mismos tendremos que encontrar
nuestro sitio en ese mundo nuevo, adaptarnos a ese barrio donde casi
todo nos resulta ajeno. Buscaremos las comercios que más nos
interesen y probaremos qué caminos nos permiten llegar a ellos
recorriendo la menor distancia. La mudanza se convertirá en un
estímulo necesario para mantenernos despiertos y vivos.
Pasado este arduo proceso, acabaremos
dándonos cuenta de que lo más importante no son los objetos
acumulados, sino la huella que dejan en nosotros las personas que,
desgraciadamente, dejamos atrás con cada traslado. En la mudanza más
triste que he vivido, tuve que cargar con las pertenencias de alguien
que se fue para no volver. Toda su vida quedó reducida a unas
cuantas cajas de cartón que llené con los objetos que algún día
significaron algo para él, pero que, en su ausencia, perdieron todo
su valor. Descubrí aspectos de su personalidad que desconocía, o de
los que nunca me habría hablado, y me enfrenté por primera vez a
una pregunta que hoy sigue sin respuesta en mi interior. No sé qué
importancia dar a esos huérfanos objetos. Cuando no hay nadie capaz
de abrir esas cajas y buscar un nuevo lugar a su contenido, éste se
convierte en un triste recuerdo de lo que pudo ser y nunca será, que
nos muestra la vida como un pasajero viaje, que nos lleva más lejos
si logramos reducir cuanto nos lastre.
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