domingo, 25 de diciembre de 2016

Por el camino, yo me entretengo

Siempre hay una buena excusa para coger un avión y desaparecer durante unos días, meses o años. Y parece que estas fechas son aún más propicias para hacer las maletas y despedir el año en un lugar inhabitual, el mejor momento para proponer mi tercera entrega de anécdotas viajeras, que espero que no disuadan a nadie de aprovechar un merecido descanso. La moraleja de mi primera historia es muy evidente, pero conviene tenerla bien en cuenta: hay que comprobar la caducidad de nuestro DNI o pasaporte antes de salir de casa. No es algo que hagamos todos los días y por eso podemos pasar por alto un reflejo muy útil. Lo digo porque he sido víctima de esta fácil trampa.

Ya había puesto mi maleta sobre la cinta transportadora del mostrador de facturación, inocente de mí, cuando la azafata me informó de que mi DNI estaba caducado desde hacía unos meses. No puede viajar, señor. ¿No tendrá por casualidad un pasaporte en su casa? Si que lo tengo, pero en mi casa... Me encontraba en el aeropuerto de Alicante y, aunque había llegado con mucha antelación, no quedaba tiempo para un viaje relámpago a Murcia. Sin embargo, existía una solución, algo alocada, pero solución al fin y al cabo. El destino final de mi viaje era Bruselas e incluía una escala en Madrid. Técnicamente podía volver a mi casa, a Murcia, coger el pasaporte e ir a Madrid para no perder el segundo vuelo que me llevaría a Bruselas. Mis padres, que me habían llevado en coche al aeropuerto, esperaban a que facturase antes de despedirse. Les expliqué la situación y mi padre asumió el reto. Nunca le vi conducir tan rápido. Era temprano, no encontramos mucho tráfico y, por suerte, hace ocho años había menos radares que hoy en día. Si el coche hubiera tenido alas, podría haber despegado. Tanto mi padre como la máquina hicieron un esfuerzo titánico y en el último peaje antes de llegar a Barajas, el motor se paró y no quiso volver a arrancar. Lo siento hijo, hasta aquí hemos llegado, me dijo mi padre.

Me resistía a pensar que tanto esfuerzo había sido en balde, así que salí del coche para jugar mi última carta. Fui de un puesto de peaje a otro preguntando a cada conductor si iba al aeropuerto o le pillaba de camino. Entonces descubrí la verdadera cara de una sociedad que creía solidaria. Nadie se paró a escuchar mi plegaria o interesarse por la inquietud que mi desesperada cara transmitía. La mayoría levantó la ventanilla, accionó el seguro y miró a otro lado. Y los pocos que me prestaron atención, me miraron con desprecio y siguieron su camino sin decir palabra. No podía creer aquella actitud. Mi problema podía haber sido más grave, pero nadie se interesó por saber si, por ejemplo, necesitaba llevar a alguien al hospital.

Ya me había resignado a lo peor, cuando una conductora me escuchó. Las tres mujeres que iban en el coche se dirigían a Madrid y no les importaba pasar por el aeropuerto. Me hablaron de cuando eran jóvenes y hacer dedo era algo habitual. Pero los tiempos han cambiado, decían, y nadie quiere arriesgarse a dar una oportunidad a un desconocido. Por suerte di con aquel simpático grupo al que el tiempo y la vida habían regalado una forma abierta de ver las cosas. Al final pude coger mi avión para Bruselas y agradecer aquel altruista gesto.


Otro accidentado viaje fue uno de mis primeros vuelos. Despegué, junto con mis padres, rumbo a París, pero el avión nunca llegó a su destino. Apenas unos minutos después de dejar el aeropuerto de Alicante, comprobamos que un motor hacía un extraño ruido. Dicho sea de paso, empezamos a desconfiar cuando subimos a un pequeño avión de hélice. Una azafata informó por megafonía de que un problema técnico, que no detalló, nos impedía llegar a París y nos obligaba a aterrizar en el aeropuerto de Valencia para cambiar de avión. Aunque la reacción de mi madre pudo hacer cundir el pánico del pasaje, la calma se impuso tras una oleada de comentarios en voz alta. Nos preguntamos si llegaríamos a Valencia e interrogamos, sin éxito, a la azafata. Acabamos escuchando una conversación con su compañera en que intercambiaban anécdotas de parecidos momentos de tensión a los que se habían enfrentado en su carrera. Al final aterrizamos sin problemas, primero en Valencia y más tarde en París. Aquellas azafatas me dieron más de un motivo para no volver a coger un avión, pero aquí sigo, sin contar a cuántos me subo en un año, consciente de que el riesgo no sólo es algo inevitable en nuestras vidas, sino que, además, las hace interesantes.    

domingo, 18 de diciembre de 2016

No es país para enfermos

Hay cosas en las que no solemos pensar y no por ello carecen de importancia. Que sólo valoramos cuando las perdemos o nos cuesta demasiado recuperarlas: cuando la necesidad nos obliga a enfrentarnos a ellas. Aunque las ignoremos, determinan nuestra calidad de vida y hasta el desarrollo de un país. La sanidad tiene un puesto privilegiado entre esas evidentes cuestiones. Sólo cuando me ha faltado salud, he podido comparar las diferencias que separan España de Francia e inclinan la balanza en nuestro favor, aunque la actual política de recortes se empeñe en borrar esa ventaja.

La fiebre no baja, el socorrido paracetamol no hace mucho efecto y cada día me resulta más difícil levantarme para ir a trabajar. Estornudar cada diez minutos no ayuda a mantener la concentración frente al ordenador, la situación empieza a cansarme y no quiero que dure mucho más tiempo: tengo que ir al médico. Al principio me costó creer que en Francia no haya centros de salud ni médicos de cabecera. El sistema sanitario es muy distinto al español y me obligó a entrar en un mundo bastante complejo. Cada médico de familia ejerce de forma independiente: compra un piso de un edificio cualquiera y forma su propio gabinete. Esta práctica, que en España solemos asociar a los especialistas privados, en Francia está regulada por la seguridad social. Así que, para elegir a nuestro médico, nos basaremos en recomendaciones de amigos o nos guiaremos por las placas de los edificios de nuestro barrio. A veces la misión no es nada fácil, pues muchos están saturados y no aceptan nuevos pacientes. Es el principal problema de este sistema en que cada paciente puede elegir "libremente": nos será mucho más difícil encontrar un médico en las zonas más pobladas. Y si necesitamos ir a un especialista, tendremos que esperar varios meses antes de una simple consulta.

Cuando al fin llegamos al gabinete, puede que nos sorprendamos por el precario aspecto del lugar. Todo dependerá de los medios del médico de turno. Podemos encontrar desde modernos gabinetes con todas las comodidades hasta modestos locales sin una secretaria que anote las citas. Entonces comprobamos que la elección de nuestro médico no era tan anodina como parecía en un principio y las buenas recomendaciones serán decisivas para evitar decepciones. Si necesitamos un análisis, una radiografía o una ecografía, nuestro médico nos dará una receta, pero tendremos que arreglárnoslas de nuevo para buscar el laboratorio o el centro especializado más cercano.

Pero lo más sorprendente llega al final de la consulta, cuando el médico nos anuncia el precio de la misma y nos pregunta si vamos a pagar con cheque o con tarjeta. Aunque llevo siete años viviendo en Francia, me sigue resultando incómodo ese momento. No hay por qué alarmarse, pues en poco tiempo se nos reembolsará casi la totalidad del importe. La consulta de un médico de familia cuesta veintitrés euros, pero la de un especialista ronda los cincuenta, y cuanta mejor reputación tenga, más cara será. La seguridad social se encarga de los dos tercios del importe y la mutua que elijamos (porque necesitaremos un organismo complementario para tener una cobertura total), del tercio restante, pero siempre queda algo a cargo del paciente: una cantidad simbólica para recordarnos que la sanidad siempre cuesta algo. La estrategia de pagar cada consulta sirve para que nos lo pensemos dos veces antes de ir y frenar una masiva afluencia que bloquearía el ya saturado sistema. Por un lado les doy la razón, pues en España se abusa de los hospitales y los centros de salud y nadie es consciente de lo que ese servicio cuesta al estado. Pero por otro lado admito que a veces no es fácil pagar los noventa euros que puede costar un especialista. Aunque nos reembolsen después, un sablazo así a fin de mes deja una buena cicatriz en un salario humilde. Además, tendremos que estar atentos para que nuestra mutua nos reembolse conforme a lo estipulado en el contrato.

Así que, aunque los medios sanitarios en Francia son muy buenos, los españoles no tienen nada que envidiarles e incluso pueden sacar pecho. Tras haber pasado por el laberíntico sistema francés, comprendo mejor que nunca el privilegio que representa un acceso gratuito, sencillo y sin restricciones, a una sanidad de gran calidad. Es cierto que en España hemos dado pie a un "turismo sanitario" que quiere aprovecharse de nuestra buena organización, pero tenemos que ponerle un límite sin penalizar a toda la población. Sólo espero que nuestro gobierno deje de estropear algo que debería ser motivo de orgullo y no un blanco fácil de recortes sin escrúpulos.   

domingo, 11 de diciembre de 2016

Frenar a tiempo

Cuando se alcanza determinada velocidad, es difícil parar. Nuestra capacidad de reacción se reduce y no hay tantas posibilidades como creemos. Perdemos el control de nuestros actos y la elección carece de toda la libertad, y del sentido, que en su día tuvo. Nos convertimos en autómatas con un final programado. Sin capacidad de reflexión, la velocidad a la que viajamos pasa a ser el único factor a tener en cuenta. Cuando queramos parar, será demasiado tarde, los frenos tardarán en responder y acabaremos en un lugar inesperado, a merced de condiciones que nunca consideramos. Si estamos al volante, amenazamos a quien aparece en nuestro camino, pero si es nuestra propia vida la que avanza con rapidez, corremos el riesgo de pasar por alto lo más importante y vaciar de contenido una existencia aparentemente llena.

Vivir en el extranjero implica subir una marcha y pisar el acelerador. Competimos con quienes nacieron en nuestro país de acogida, pero en esta carrera, como en otras tantas, no todos toman la salida en las mismas condiciones. Ellos conocen las reglas y saben cuáles son las mejores zonas para adelantar: dónde acelerar y dónde frenar para perder menos tiempo en maniobras que ya han automatizado. Nosotros nos tendremos que adaptar al nuevo circuito y poner todos los sentidos para obtener el mismo resultado. Con menos margen de error, cualquier descuido nos alejará de las primeras posiciones. Pero hay algo con lo que ellos no cuentan: nuestra valiosa experiencia en terrenos que no conocen, que nos aporta una nueva forma de ver las cosas. Esa es nuestra verdadera ventaja y nuestro éxito dependerá de cómo la administremos.

Al principio de la aventura todo es nuevo y la información se amontona desordenadamente en nuestra cabeza. Demasiados datos como para organizarlos de forma coherente. Tampoco tenemos el tiempo suficiente para tratar cada nuevo acontecimiento con la atención que merece. El constante bombardeo se vuelve placentero y nos acostumbramos a la velocidad con que las cosas se suceden en nuestra vida. ¿Cómo evitar sucumbir ante el viento que golpea nuestro rostro, nos refresca y nos recuerda que estamos vivos? Nos atrae el vértigo del cambio y no queremos, por ahora, volver al lugar del que partimos, donde nos aburría lo que ya conocíamos.

Hay momentos en la vida en que las circunstancias nos empujan a seguir, a avanzar sin mirar atrás. La acción es lo que cuenta: vivir más en menos tiempo. Crear los recuerdos que esperamos que nos acompañen siempre. Estamos en el lugar y en el momento adecuados, así que debemos aprovechar para aprender, crecer, tomar impulso y llegar más lejos. Cada minuto es importante y no hay tiempo que perder rememorando momentos pasados. Llenamos cuanto podemos una mochila que sólo abriremos más tarde, cuando las corrientes de la vida nos hagan naufragar en una estática rutina. Entonces podremos echar la vista atrás y recordar esos intensos momentos, que nos harán esbozar una sonrisa cuando el cansancio nos obligue a reducir la marcha. Esa invocación del pasado nos reconfortará y la adoptaremos como un ritual más, que practicaremos solos o en grupo. Reencontraremos viejos amigos con los que recordar aquellos maravillosos años y volveremos a ver en sus ojos un familiar brillo, que refleja un mundo que valió la pena vivir.

Cuando llegué a Francia hice un pacto conmigo mismo: vivir el momento, aprovechar cada oportunidad que surgiera en mi camino. Decidí guardar en mi ordenador las fotografías que iba tomando, sin molestarme en clasificarlas, con el único propósito de liberar espacio en la cámara. Ya tendría tiempo de analizarlas, de eliminar las que salen borrosas o se repiten. Ahora me sirvo de dos discos duros para almacenar tantos recuerdos. Ahí están, silenciosos, esperando ser consultados. Cuando tengo suficiente tiempo y consigo una cierta ventaja en la carrera de la vida, me permito frenar y admirar la belleza del paisaje. Abro cada carpeta, selecciono las mejores imágenes, suprimo las peores y viajo en el tiempo hasta el momento en que marcaron mi camino. Sonrío y me quedo ensimismado entre tantos buenos recuerdos. Es un ejercicio tan necesario como peligroso, pues conlleva el riesgo de añorar el pasado, desconectar de la realidad y olvidar que ese mundo vivido ya no existe. Hay que saber cuándo dejar de recordar y volver a pisar el acelerador, cuándo recuperar posiciones antes de que un descuido nos saque para siempre de la carrera.

Dijon, 10/03/2013

Las cosas que empezamos y nunca terminamos acaban desarrollando una personalidad propia que nos obliga a dejar de mirarlas con indiferencia y responder a su llamada.

domingo, 4 de diciembre de 2016

Salto al vacío

Unos minutos después, todo cambia para siempre. Ya no hay vuelta atrás posible ni lugar para el arrepentimiento. Hemos vencido al vértigo y hemos saltado al vacío. El viento silba en nuestros oídos y todo sucede demasiado rápido. Pronto sabremos qué hay tras esa ideal imagen con que tanto hemos fantaseado. Lo hemos arriesgado todo sin saber si ganaremos la partida. Atrás quedan los miedos y las dudas. Nunca sabremos si es la mejor decisión, pero nos pertenece tanto como sus consecuencias. Aunque nuestro cuerpo tiene demasiadas razones para estar asustado, se prepara para la mayor prueba a la que nunca se ha enfrentado. Nuestro avión acaba de aterrizar en un país desconocido y no tenemos billete de vuelta.

Como un astronauta que abandona el planeta, sentimos que, tras la aceleración que nos pegó al asiento durante el despegue, llega la ingravidez. Nos vemos flotando en un mundo nuevo, experimentando, tal vez por primera vez, lo que significan la independencia y la libertad. Nos hemos liberado de las ataduras que nos coartaban en nuestro lugar de origen y susurraban al oído lo que debíamos hacer en cada momento. Tenemos la impresión de que cualquier cosa es posible, somos optimistas y confiamos en lo desconocido. Este éxtasis nos concede un poder que nunca antes había dirigido nuestro cuerpo: una poderosa energía que nos inmuniza ante un eventual fracaso y borra de nuestro vocabulario la palabra derrota.

Los primeros días y semanas pasan volando. Todo está permitido en esos instantes en que nuestra adaptación se convierte en un inmejorable terreno de pruebas. Experimentamos para saber qué nos conviene y qué no. No hay límites. Las únicas fronteras son las que cada uno se impone, pero cuando esa decisión recae, por primera vez, sólo en nosotros, ¿por qué poner barreras que dificulten nuestra existencia? Erramos más de una vez, pero esa posibilidad está incluida en las reglas del juego y nadie nos acusará por ello. Es la única manera de aprender y comprobar lo que mejor sabemos hacer. Caemos, nos levantamos y seguimos luchando, mejor armados para la victoria. Dependiendo del país de acogida en que nos encontremos, nos pueden acordar pequeñas licencias destinadas al recién llegado, segundas oportunidades que reconocen la titánica lucha que mantenemos, palmadas en la espalda y palabras de aliento para que no perdamos la esperanza. Cada reconocimiento, cada éxito, cada nuevo logro conseguido es una razón para seguir intentándolo, para no tirar la toalla y afrontar el inevitable cansancio.

Los meses, aunque se suceden de forma imperceptible, no pasan en balde y sirven para evaluar nuestros esfuerzos. Entonces nos damos cuenta de que las cosas no han sido tan fáciles como el éxtasis de los primeros días nos pudo hacer pensar. Los caminos de los distintos expatriados se separan. Unos llegan más lejos, se aclimatan mejor a las nuevas condiciones y consiguen el trabajo soñado. Para otros la adaptación es más difícil y las oportunidades se les escapan de las manos. El azar entra en juego y, por desgracia, los que más se esfuerzan no siempre reciben la mayor recompensa. Unos alcanzan cierta estabilidad con un trabajo que nunca imaginaron ejercer, pero se ven lastrados por una decepción y una nostalgia cada vez más fuertes. Otros se sienten satisfechos por ser capaces de desenvolverse en unas condiciones desfavorables y convierten ese orgullo en el motor de sus vidas. Unos encuentran el amor, aunque no den con el trabajo que les motive. Otros disfrutan del éxito profesional, pero se sienten vacíos por dentro.


Todos tienen la impresión de haber dejado en su país de origen algo que nunca recuperarán. Muchos volverán para buscarlo, aunque un regreso no asegure reencontrar vidas pasadas. Otros seguirán en el extranjero, pero verán la vuelta como una meta a largo plazo que justificará las difíciles decisiones que deberán ir tomando. Unos continuarán con sus vidas sin mirar atrás, intentando mantener un necesario equilibrio y dejando que sea éste el que decida cuándo comprar el definitivo billete de vuelta, si acaso sigue siendo una posibilidad. Y todos ellos, marcados para siempre por ese primer salto al vacío y la ingravidez de los inicios, guardarán en su interior un alma guerrera, capaz de reconstruirse en cualquier situación, de invocar esa mágica energía que lo hace todo posible y que, sin saberlo, les acompañará siempre. 

Singapur, 01/05/2014

Mirar hacia arriba, hasta donde alcanza la vista, es un ejercicio imprescindible para fijar nuevos objetivos y observar, con admiración, lo que todavía no podemos tocar.

domingo, 27 de noviembre de 2016

Ayudar a soñar

Sus arrugadas manos sostienen una bandeja de mimbre llena de golosinas. Su gran sonrisa ilumina un rostro que más de setenta años se han encargado de esculpir. Una tira atada a la bandeja rodea su cuello y le ayuda a mantener su contenido horizontal mientras camina entre las filas de asientos rojos, gritando lo que puede ofrecer. Al otro lado de la gran sala, otra mujer de su misma edad hace lo propio con un importante cargamento de helados. Sus figuras se recortan sobre la gran pantalla blanca y hacen crujir el antiguo parqué bajo sus pies. Observo, divertido, el entrañable espectáculo y doy gracias al azar por haberme mostrado un mágico lugar donde el tiempo se detuvo hace más de ochenta años. Estoy en un auténtico cine de barrio y la película va a empezar.

Se llama "Cinéma Bellecombe", recibe el nombre de la iglesia de Lyon junto a la que se encuentra, pero bien podría llamarse "Cinema Paradiso", pues no tiene nada que envidiar a la sala de la mítica película de Giuseppe Tornatore. Aunque sigue perteneciendo a la iglesia, una asociación de ancianos se encarga de darle vida cada miércoles tarde y fin de semana. La cartelera no es variada, pero los precios son atractivos. Hay una única sala y dos películas cada semana, que llegan cuando ya han dejado de proyectarse en los cines convencionales. La asociación se guarda el derecho de elegirlas, por lo que sólo veremos títulos para toda familia, con poca violencia, muchas comedias, producción nacional y algún que otro clásico de la historia del cine. Los éxitos de la temporada también pasarán por esta atípica sala donde la calurosa acogida de su personal hará que nos sintamos como en casa. El geométrico estilo art déco nos hará viajar en el tiempo hasta reencontrar el modesto teatro que en los años treinta fue reconvertido en cine. A pesar de las vetustas butacas de las primeras filas, de las que se acordará nuestra espalda tras dos horas de inmovilidad, el sonido es impecable y la calidad de la imagen delata la presencia de un proyector digital. Todos los ingredientes para ayudarnos a soñar y dejar volar nuestra imaginación en la cómplice oscuridad.

Éste es mi cine de barrio, el que está al lado de mi casa, pero no es el único en Francia y esa es la moraleja de esta historia. También están los cines de arte y ensayo, más numerosos, que proyectan películas imposibles de ver en los círculos comerciales. Allí encontraremos los filmes premiados en conocidos festivales o los más destacados de cualquier país del mundo, que veremos en versión original subtitulada. Porque, por bueno que sea el doblaje, es imposible sustituir las respiraciones, pausas y entonaciones de los actores. Además, estos cines suelen organizar retrospectivas sobre un director determinado, proyecciones en presencia de actores y director, debates animados por críticos, cortometrajes, cursos, talleres... Pequeños detalles que dignifican al cine, tratándolo como un arte más y no como un objeto que consumir según modas o gustos de productoras.

Descubrí este tipo de cines cuando llegué a Dijon, donde contaba con dos (El Dorado y Devosge) cerca de mi casa. Tras la gala de los Goya, siempre estaban las películas premiadas, como después de cada festival de Cannes o de Berlín. Había ciclos interesantes y la posibilidad de ver en versión original las mejores películas de los círculos comerciales. Lejos de lo que pueda pensarse, estos cines no son pequeños o cochambrosos, sino que tienen todas las comodidades imaginables y, además, son más baratos que los convencionales. Cuando dejé la capital de la mostaza, pensé que los echaría de menos, pero en Lyon no he tenido razones para quejarme: hay muchos más cines de arte y ensayo. Fue en esta ciudad donde los hermanos Lumière inventaron el cinematógrafo y el Institut Lumière se ha encargado de reformar muchas salas, con una programación muy interesante.

En España la realidad es bien distinta, pues siempre que comparemos la política cultural de nuestro país con la de Francia, saldremos muy mal parados. Siguiendo con ejemplos que conozco de cerca, diré que en Murcia el panorama es más que desolador: en el centro sólo quedan tres salas apenas rentables, acosadas por los enormes multicines de los centros comerciales, donde ver una película pasa a ser un acto consumista más. La única esperanza es la Filmoteca Regional, aunque la programación sea menos actual y animada que en los cines franceses. Recuerdo con cariño cuando mi padre me hablaba de los desaparecidos cines de arte y ensayo de los años setenta, cuando el cine representaba un útil instrumento que ayudaba a soñar y ver el mundo con otros ojos.

domingo, 20 de noviembre de 2016

Y ahora, ¿qué?

A veces tengo la extraña impresión de que todo sigue igual. Y digo extraña porque la naturaleza se esfuerza en mostrarnos cada día que todo cambia. La estabilidad es un concepto relativo que utilizan quienes no toman la distancia suficiente ante un determinado acontecimiento, se empeñan en mirar las cosas de forma parcial y reconocen un fragmento de realidad como el único existente. Hemos cambiado de gobierno, pero la palabra cambio ha perdido todo su significado. Hace tiempo que no hablo de política porque me he quedado sin palabras para describir el panorama nacional y utilizar sólo insultos no es lo mío. Pero ha llegado el momento de decir algo sobre el bochornoso espectáculo que se escenifica en el congreso de los diputados.

Diez meses han hecho falta para conseguir un gobierno casi idéntico al anterior. Entonces, ¿para qué ha servido todo este tiempo? Diez meses en que no ha pasado nada aparte de constantes descalificaciones, inútiles reuniones o cómicas representaciones para hacer creer que alguien buscaba un acuerdo. Durante diez meses parecía que nuestros políticos, más incompetentes que de costumbre, esperaban que la situación se resolviese sola. Diez meses han bastado para acabar con cualquier esperanza en el fin del bipartidismo o en el auge del sentido común. Diez meses después de las primeras elecciones, ya nadie se acuerda de los verdaderos problemas de la sociedad.

Desde la distancia me pregunto por qué no ha habido ninguna huelga general durante este tiempo en que nuestros políticos no han dejado de cobrar sus abultados sueldos y en que escandalosos casos de corrupción no han dejado de aparecer. ¿Dónde quedó el indignado espíritu del 15-M? Ahora había muchas más razones para movilizarse que entonces: las que instigaron aquel movimiento siguen existiendo y se ven acompañadas por una crisis política sin precedentes. ¿Por qué no ha habido una cadena de manifestaciones para exigir un acuerdo en menos tiempo? Por menos motivos hemos visto revoluciones y hasta guerras aparecer. Pero esta España conformista y callada del "si hay que ir, se va..." le ha venido muy bien a una clase política falta de soluciones.

En mi caso, si la sangre empieza a hervirme, recurro a un infalible método: dejo de ver Televisión Española y de leer periódicos digitales. Cuando vivimos en el extranjero, es fácil desconectar y cortar los lazos que nos unen a nuestro país de origen. Aunque nunca lo hago de forma permanente, en pequeñas dosis es un analgésico bastante eficaz. Así, cuando vuelvo a encender el televisor, lo hago incluso con cierta ternura, esperando ansioso el último escándalo creado por nuestros políticos, que a veces tienen más sentido del espectáculo que un productor de hollywood.

Hace poco me encontré, tras el telediario de las nueve, con un anuncio de mi querida "marca España" que ya conocía. Un grupo de niños muestra los puntos fuertes de nuestro país, con imágenes espectaculares y una música que mantiene una tensión constante. La primera vez que lo vi me sentí orgulloso de mi patria, pero la euforia dio paso a la nostalgia, después a la tristeza y, al fin, a la frustración y a la indignación. El anuncio abusa de una demagogia barata que sólo utiliza verdades a medias. Si nuestro país fuera tan maravilloso, yo no llevaría trabajando siete años en Francia. Si existieran tantas oportunidades, ya tendría mi billete de vuelta comprado. Hasta llegué a creer que el anuncio me reprochaba haber abandonado un lugar tan estupendo.

Pero la realidad es bien distinta a lo que pretende vender (recordemos que el anuncio busca lavar nuestra dañada imagen externa y atraer turistas). Vemos a un grupo de niños, pero nadie dice que las ayudas del estado a las familias son irrisorias y el crecimiento demográfico es negativo. Cuando uno de los críos afirma que quiere ser científico, nadie le dice que tendrá que dejar España para ejercer esa profesión, pues el presupuesto dedicado a investigación es escaso. Cuando dicen que somos el segundo país con mayor esperanza de vida, se olvidan de indicar que la edad de jubilación tendrá que prolongarse por el descenso de la natalidad y la salida de jóvenes que, como yo, no encuentran un trabajo digno. Pero como todos estos problemas no parecen preocupar a un gobierno que ha tardado diez meses en formarse, no salen en el anecdótico anuncio. Aunque precisamente eso, el arte de escurrir el bulto y de ignorar las tareas más importantes, también es marca España.

domingo, 13 de noviembre de 2016

Grisoscurocasinegro

Parece un tema de conversación trivial al que recurrimos en situaciones incómodas, cuando no tenemos nada mejor que decir, pero si vivimos en el extranjero, la meteorología pasa a ser un importante factor a tener siempre en cuenta. Los que, como yo, viven al norte de los Pirineos ya han sufrido la llegada de los reglamentarios seis meses (o más) de frío y saben a lo que me refiero, pues tras el más obvio de los lugares comunes se esconde un arma de doble filo que condiciona nuestra salud física y mental y es uno de los principales motivos de regreso de cualquier emigrante español.

En España estamos acostumbrados a un tiempo privilegiado, sobre todo cuando vivimos en la mitad sur, donde el sol es casi omnipresente todo el año y el cambio climático ha instalado un permanente verano. Los días de lluvia son raros y se reciben con alegría, pues rompen la monotonía, refrescan la atmósfera y cambian los colores del paisaje. Pero como sucede con todo lo bueno que tenemos, somos incapaces de valorarlo y sólo somos conscientes de su valía cuando lo perdemos.

Cuando hace siete años llegué a Dijon por primera vez, me recibió un día gris. Era un mes de noviembre, pero la temperatura era idéntica a un invierno de mi Murcia natal. Al principio no le di importancia y la excitación por descubrir un lugar nuevo ocultó toda adversidad. Después pasé una época en que me sentía cansado sin encontrar un motivo. Una amiga francesa achacó el problema a la falta de sol. Sin darme cuenta, mi mente se había acostumbrado a los días cubiertos, pero mi cuerpo no conseguía funcionar igual que antes sin la misma cantidad de vitamina D. Me recomendaron tomar vitaminas, pero como no me gusta depender de un medicamento, preferí aceptar la situación y esperar a que mi cuerpo se acomodara a las nuevas condiciones.

Después llegaron las temperaturas negativas, el viento helado golpeando la pequeña parte de mi cara que quedaba al descubierto, la sensación de frío permanente y los choques térmicos al entrar en cualquier local cerrado. Y es que cuanto más frío es el país en que nos encontramos, más friolera es la gente. Más de una vez me he sorprendido al entrar en alguna casa francesa donde, en pleno invierno y con diez grados bajo cero afuera, la temperatura interior es casi tropical y sus moradores van en manga corta. Así que, al volver a la calle y entrar más tarde en un comercio o restaurante, es raro quien no pilla un buen resfriado. Menos mal que después llegaron las nevadas, que convirtieron la ciudad en una amable tarjeta postal e hicieron más llevaderas las bajas temperaturas.

Consultar la previsión del tiempo se convierte en un acto obligatorio para preparar la jornada, que puede alcanzar tintes dramáticos si decidimos improvisar. Sin ir más lejos, un día salí a la calle en Dijon con una soleada mañana, después el cielo se cubrió, cayó un aguacero (y yo sin paraguas) y más tarde sufrimos una buena nevada. Aun cuando el invierno queda atrás, parece que hemos pasado lo peor y la previsión anuncia un esperado sol, nos podemos encontrar con una imprevista enemiga: la niebla. He llegado a pasar semanas enteras perdido en una espesa bruma que no deja ver el final de la calle, que nos sorprende cuando nos vemos atrapados en ella y nos afecta más a nivel psicológico. No hace falta mencionar cómo la meteorología moldea nuestro carácter y nos vuelve más fríos e indiferentes o más alegres y abiertos. Y descubrir que en tu ciudad natal hay un sol radiante y una temperatura veinte grados superior, no ayuda a subir la moral.

Al final conseguí adoptar los buenos reflejos, como llevar siempre un pequeño paraguas encima, que se olvida con frecuencia en cualquier lugar. Pero más allá de las connotaciones negativas del mal tiempo, yo me quedo con los curiosos hábitos que cada región o país adopta para hacerle frente. A veces me sorprendo deseando la llegada del invierno para volver a probar una irresistible tartiflette (gratinado de patatas, bacon, cebolla, vino blanco y queso) una simpática raclette (queso que se funde en un aparato y se mezcla con embutidos y patatas cocidas), una contundente fondue (mezcla de quesos en una cacerola donde se bañan trozos de pan) o un buen vin chaud (vino caliente con especias), manjares tras los cuales será raro sentir frío. Y lo mejor de todo es poder recibir con ganas la primavera y celebrar la llegada del sol como bien se merece, valorando cada minuto que dora nuestra piel y nos carga con la energía necesaria para afrontar un nuevo invierno.  

miércoles, 2 de noviembre de 2016

Morir sin miedo

Cuando escuchó el primer grito de pánico, Iván tuvo la certeza de que su muerte estaba cerca. Era la sensación de quien se encuentra en un callejón sin salida y espera que el final llegue sin demora. Sabía que en un reducido avión cualquier contratiempo es mortal y deja poco espacio a la esperanza. Escuchó un ruido seco y tembló el suelo. Aunque se agachó cuanto pudo para protegerse tras los asientos delanteros, desde su posición junto al pasillo pudo ver el cuerpo de la tercera víctima, con un corte limpio y profundo en la garganta, del que brotaba un constante río de sangre.

Un charco rojo rodeaba el cadáver y manchaba los zapatos del asesino, que blandía su improvisada arma: un utensilio de madera en el que había insertado varias hileras de cuchillas de afeitar, de ésas de usar y tirar que pueden pasar sin problemas cualquier control de aeropuerto. Yo mismo tengo un par en mi equipaje de mano, pensó Iván, que unos minutos antes había sido el compañero de asiento de Najim, el barbudo joven de origen marroquí que se había revelado como un terrorista kamikaze más. Había pasado un buen rato en el aseo para preparar el mortal artilugio que, desmontado y con las afiladas hojas en sus originales soportes, superó con éxito el examen de la máquina de rayos X.

Tras el despegue ambos habían entablado una animada conversación, pues curiosamente vivían en la misma calle de Lyon, la ciudad de origen del vuelo. El barrio de La Guillotière es una colorida mezcla de emigrantes donde musulmanes, africanos, asiáticos y europeos conviven en perfecta armonía. Los alquileres son baratos y el choque entre culturas tan diferentes no da lugar a la inseguridad que los prejuicios pueden suponer. Iván acostumbraba pasear por sus vivas calles, comprar dulces en una pastelería árabe, tomar té en una terraza donde es raro oír hablar francés o examinar las interminables estanterías de delicias orientales de Bahadourian, una de las épiceries más antiguas de Lyon. Hacía dos años que Iván había dejado España en busca de un trabajo digno y en aquel atípico barrio se sentía como en casa. Los atentados islamistas no habían afectado a la pacífica convivencia: allí todos sabían que los verdaderos musulmanes se alejan de la imagen radical que muchos quieren vender. Por eso había conversado con Najim, un tipo simpático que, como él, acababa de cumplir los treinta. Pero cuando vio sus manos manchadas de sangre, Iván pensó que había sido demasiado ingenuo al confiar en el buen corazón de la humanidad y obviar el recelo hacia los musulmanes que transmitían ciertos medios.

Levántate, Iván, gritó Najim, sin dejar su estratégica posición frente al desolador paisaje de asientos vacíos y pasajeros escondidos. A su espalda quedaba sólo la cabina en donde se habían atrincherado el piloto y el copiloto. Dudó en responder, pero al final Iván se puso en pie. Ven aquí; confío en ti y tú serás quien elija a la próxima víctima, continuó el terrorista. Había amenazado con matar a todo el pasaje, uno a uno, si el piloto no le daba el control de la nave. Y su segura actitud parecía indicar que cumpliría su palabra. Si no vienes aquí, degollaré a las dos personas que quedan en la primera fila, sentenció Najim ante la inmovilidad de su reciente amigo. 

Una nueva oleada de aterradores gritos surgió entre los pasajeros y obligó a Iván a avanzar por el pasillo. Mientras retardaba el encuentro, pensaba en cómo acabar con aquel chantaje, pero su indefensión no facilitaba un desenlace favorable. Evitó los cadáveres de las primeras víctimas como pudo, sin perder el equilibrio. Una vez junto al asesino, notó que sus piernas temblaban visiblemente. ¿Y bien? Insistió Najim. Al obtener un silencio por respuesta, el corpulento terrorista ejecutó un movimiento rápido e inesperado: se abalanzó sobre los dos pasajeros de la primera fila, los cogió como animales y sesgó sus gargantas con mecánica frialdad. Iván podía haber intentado inmovilizarle, pero los alaridos de las víctimas le dejaron helado, sin la menor capacidad de reacción. Me has decepcionado, dijo Najim cuando volvió a su lado, jadeante por el esfuerzo realizado. Pensaba que conocías nuestra causa y sabías que esto es sólo un mal menor, un simple trámite. Te veo tan asustado que prefiero acortar tu angustia. Tu serás el siguiente.

Cuando Iván supo que el final había llegado, pensó en su familia y amigos, que en aquellos momentos le estaban esperando en el aeropuerto de Barcelona. Hacía cuatro meses que no les veía y la última borrosa imagen que recordaba de ellos procedía de una conversación a través de una pantalla. El tiempo había convertido sus rasgos en trazos imprecisos y le dolía saber que ya no volvería a verles, que las personas que tanto quería se habían transformado en un velado recuerdo. Lamentó no poder decirles adiós o abrazarles por última vez.

Todo pasó demasiado rápido. Mientras Najim cogía hábilmente su cuello con una mano e Iván forcejeaba para evitar el artilugio de afiladas cuchillas, la puerta de la cabina se abrió a escasos metros. Piloto y copiloto saltaron sobre el terrorista, le quitaron el arma y, con la ayuda de Iván, lograron reducirle tras una tensa lucha.

Un año después de aquella aventura, Iván toma asiento en un avión y recuerda la historia de Najim. Sigue trabajando en Lyon, viviendo en el barrio de La Guillotière y cogiendo un avión cada cuatro meses para reencontrar a su familia y amigos. Tras una experiencia tan traumática, podía haber decidido regresar a la casa de sus padres, no volver a coger un avión y manifestar su odio hacia los musulmanes, como muchos le sugirieron, para alejar ese mal recuerdo. Sin embargo, ha preferido seguir afrontando la vida como siempre lo ha hecho, asumir los riesgos que no puede evitar y creer en las personas que merecen su respeto, sin importar su raza, origen o religión. Ha elegido vivir, y morir, sin miedo.  

domingo, 30 de octubre de 2016

Guiños de la vida

La vida nunca se para, por más que intentemos retenerla en nostálgicos recuerdos o en breves artículos, como acostumbro a hacer cada semana. El de hoy cierra un año que ha pasado volando si lo comparo con los otros siete que ya llevo viviendo en el país galo. Han sido doce meses de blog, de vivencias cotidianas, de anécdotas, de relatos, de historias de emigrantes, de choques culturales, de crítica hacia aspectos de mi país que desde la distancia se ven con otros ojos y, sobre todo, de reflexiones sobre una vida que pasa igual de rápida en cualquier rincón del mundo. Para celebrar este aniversario y agradecer vuestra fidelidad (cada día sois más los que me leéis al otro lado de una pantalla), he preparado un artículo especial. Se trata de la continuación de algunas historias que han pasado por este blog y que, como la vida misma, no se han parado tras el punto y final.

En "paraísos perdidos" (06/12/2015) relaté la triste desaparición de una vieja librería de Lyon, engullida por la imparable maquinaria de una crisis que no pudo evitar. Unos meses después volví a pasear bajo los árboles de la avenida de Saxe, sin hojas esta vez, y me detuve frente al escaparate que un día llamó mi atención. Las molduras de madera habían sido pintadas, el interior estaba iluminado y al otro lado del cristal había... ¡libros! Ocho vecinos del barrio se asociaron para impedir que cerrase una librería de más de sesenta años. Reunieron ochenta mil euros, reformaron el local, cambiaron el nombre por el de "librairie classique" y su hazaña apareció en los periódicos. Se resistieron a la revolución digital que acorrala al libro impreso y crearon su particular trinchera. Me alejé con una sonrisa en la boca, pensando que siempre hay lugar para la esperanza y que a veces recuperamos cosas que pensamos haber perdido para siempre.

Si la globalización no pudo con esa librería, sigue en cambio engullendo almas sin piedad a través de aparentemente inofensivos teléfonos móviles. Creo que "la cólera del Padrino" (14/02/2016) tuvo el efecto deseado, pues no he vuelto a ver al tipo que me daba codazos en el tranvía cuando cambiaba de aplicación. Sin embargo, cada vez hay más personas que prefieren ignorar el mundo real en que viven para inclinar la cabeza y rendirse al auge de la tecnología. El fenómeno que muchos llaman zombificación aún está en pañales y, aunque yo seguiré pidiendo justicia a Don Corleone, ya empiezo a asumir que esta batalla será muy difícil de ganar.

Desde hace unas pocas semanas cuento con un nuevo lugar en donde reponer fuerzas cuando mi personal lucha se complica demasiado. Se llama "Don Miguel", está en Villeurbanne (una ciudad limítrofe con Lyon) y allí puedo llenar a mis anchas "mi cofre del tesoro" (27/08/2016) con esos productos españoles insustituibles cuando se trata de combatir la nostalgia. En Dijon contaba con "Casa Manolo", que dentro del mercado central, bajo una constelación de banderas españolas y portuguesas, vende productos ibéricos: jamones, quesos manchegos o una gran variedad de aceitunas. Me gustaba comprar a Manolo algo de sobrasada (mi debilidad desde que vivo en el extranjero) y queso, mientras comentábamos el último partido de la selección española. No muy lejos está "Spécialités Vázquez", ya fuera del mercado, donde nuestros turrones se mezclan con especialidades de la ciudad de la mostaza para hacer las delicias de todo turista.

Si volvemos a Lyon, exactamente a mi propia casa, comprobaremos que no sólo el árbol que veía desde la ventana del salón ha desaparecido ("recuerdos talados", 28/02/2016), sino que todos los de la calle se han ido con él, las aceras parecen un queso gruyère tras nueve meses de caóticas obras y el actual paisaje post-apocalíptico poco tiene que ver con el barrio residencial al que hace dos años me mudé. En momentos como este me alegro de llevar una existencia nómada, sin ninguna atadura definitiva ("una vida de alquiler", 02/10/2016), y poder cambiar de casa con facilidad. No dejaré la ciudad, pero nunca viene mal encontrar algo que se adapte mejor a unas necesidades en constante cambio. En ese nuevo lugar, que todavía no conozco, seguiré escribiendo este blog hasta que me quede sin historias que contar o hasta que vuelva a mi país: lo que suceda antes. Lo más curioso es que, sin importar donde me encuentre, la vida sigue haciéndome guiños, como muestran estas fotografías que he tomado por la calle, que me hablan de ese familiar lugar que un día dejé atrás, pero que nunca me ha dejado de acompañar.



domingo, 23 de octubre de 2016

Deseos fugaces

Tumbado bajo las estrellas, el mundo le parecía más sencillo. Los problemas se empequeñecían y revelaban que su importancia siempre es relativa. Le gustaba pensar que aquellos astros eran los mismos que veían su familia y amigos desde el país que había dejado hacía apenas cuatro meses. Esa idea les unía de forma invisible y le hacía sentir más cerca de ellos. La distancia desaparecía cuando veía que ese cielo es el mismo para todos y que no entiende de fronteras ni prejuicios.

A su lado, ella empezó a tiritar. Él también sentía cómo el frío de la madrugada helaba sus huesos, pero no se permitía mostrar el menor signo de debilidad en su presencia. Cruzó los brazos para retener algo más de calor corporal y se concentró en aquel fondo negro para olvidar cualquier molestia terrenal y viajar lejos. Cada vez que prestaba atención al cielo nocturno, escuchaba dos historias que siempre le sobrecogían. Por un lado estaba la realidad, la impresión de que el cielo diurno es una cortina tras la que se esconde el verdadero mundo en que vivimos. Por otro lado, aquel oscuro paisaje le hablaba de profundidad, donde la vista se pierde más allá de lo imaginable mientras distingue constelaciones y viaja con la luz hasta el origen de la vida.

Una estrella fugaz cruzó el firmamento, sin avisar, cerca de la uve doble de Casiopea. Pide un deseo, le dijo ella. Entonces él imaginó que prosperaba en el país al que había llegado recientemente, que obtenía todo aquello que su patria le había negado o le había quitado de las manos. Fantaseó con la hermosa chica que tenía a su lado, que había nacido en esa patria ajena y se presentaba como la anfitriona perfecta para conocer ese nuevo lugar con paso firme. Sería su mejor baza para integrarse en una familia local, mejorar su conocimiento del idioma y perder el estigma que siempre acompaña a todo forastero. Se vio viviendo con ella en una gran casa, con el eco de voces de niños sonando de fondo. Sonrió al futuro y guardó en secreto sus pensamientos.

Una nueva estrella, aún más brillante que la anterior, se dejó ver. Ahora te toca a ti, le dijo él. Ella viajó al país de ese chico que conocía desde hacía pocas semanas, pero que tanto le atraía. Nunca había estado allí y le asaltaban las ganas de encontrar otra cultura, de aprender otro idioma, de sentir el calor bajo el sol que bañaba aquella lejana tierra. Desde pequeña había estado ligada al lugar en que había nacido y su mayor deseo era librarse de las ataduras que hasta ahora le habían impedido volar. Anhelaba coger la mano de aquel chico cuyo acento le seducía, correr y sentirse viva. Él era su excusa para abandonar ese entorno que tanto la limitaba. Ella quería aventuras y él, que ya estaba cansado de ellas, sólo buscaba estabilidad.

Continuaron observando en silencio el interminable y cautivador espectáculo de las Perseidas. Aunque las esterillas les aislaban del húmedo césped, el frío empezaba a hacerse insoportable en medio de aquel monte. Era su primera cita, cada uno se mantenía a una estudiada distancia del otro y ambos estaban absortos en el intenso ejercicio de invocar sus anhelos. Les irritaba la dificultad de ver una estrella fugaz de frente. Su carácter huidizo les llevaba a surgir de soslayo y mostrar una corta estela. Algunas, las más atrevidas, eran deslumbrantes y se alargaban más de lo habitual. A ellas había que confiar los sueños que parecen inalcanzables.


Si cada estrella fugaz representaba un deseo, ambos esperaban con ansiedad aquella en que al final coincidirían. Esta no. Esa tampoco. Pensaron que sería aquella otra, pero se equivocaron. Al fin vieron una y se besaron de forma instintiva, intuyéndose en la oscuridad de la noche. Era ésa la que cumplió el deseo más simple y evidente de todos. Su primer beso. Su primer paso juntos en la carrera de obstáculos de la vida. De poco servía querer resolver el problema de su existencia en una sola noche o anticiparse a situaciones que seguramente nunca llegarían. Sabían que los deseos, siempre fugaces, cambian a lo largo de una vida, mientras las estrellas nos contemplan sin que les influya la situación en que nos encontremos. No sabían hasta dónde llegarían, pero querían recorrer el camino juntos. Poco importaba que procedieran de países y culturas distantes, que la lengua pudiera representar una barrera o que su forma de ver la vida no fuera exactamente la misma. Compartían las mismas estrellas y eso era lo único que contaba.

Lyon, 10/12/2011

Olvidamos su presencia porque solemos andar mirando al suelo, pero siempre está ahí e influye en nosotros más de lo que estamos dispuestos a admitir.

domingo, 16 de octubre de 2016

Visitas

Hay muchas formas de viajar que no implican un movimiento físico. Viajamos cuando leemos un libro que nos transporta lejos, vemos una película que nos muestra lugares distantes, escuchamos una música desconocida o probamos un plato extranjero. Viajamos cuando algo cambia en nuestro interior. Muchos de los viajes que recuerdo con cariño se producen cuando recibo alguna visita, uno de los grandes placeres de todo expatriado. Entonces la ciudad en que resido, que la vida cotidiana suele despojar de su verdadero interés, cambia por completo. La redescubro a través de los ojos de familiares y amigos. Me sorprendo al apreciar cosas que había pasado por alto y compruebo cuán especial es cualquier rincón del mundo, por anodino que a simple vista pueda parecer.

Las personas son, sin excepción, lo que más echamos de menos. Cuando llegamos a una nueva ciudad no tardamos en vender sus encantos a nuestros seres queridos. Intentamos atraerles, motivarles para realizar un siempre estimulante viaje, tenerles durante unos días a nuestro lado y mostrarles lo que tanto nos ha cautivado en el lejano lugar en que vivimos. Les decimos dónde tienen una segunda casa y hasta les enseñamos fotos de la habitación para invitados. Pero el tiempo pasa, añoramos su compañía y vemos cómo esas esperadas visitas tardan en llegar. Unos vendrán antes que otros, pues hacer un viaje no siempre es fácil y encontrar el tiempo y el dinero necesarios costará más de lo previsto. El momento acabará llegando, al fin les veremos en un contexto al que no están acostumbrados y nos sentiremos halagados por ser la meta de un largo periplo.

Nuestro propio viaje habrá empezado, aunque el lugar en que nos encontremos no haya cambiado. Impulsados por su curiosidad y ganas de visitar nuevos sitios, buscaremos barrios que nosotros tampoco conozcamos, sin dejar de mostrarles los rincones más turísticos y los que han dejado un mejor recuerdo en nuestra memoria. Iremos a nuevos restaurantes para degustar la comida local y nos haremos fotos frente a monumentos que diariamente vemos. Nos esforzaremos para que esos instantes sean inolvidables, incluso si cualquier visita nos recuerda que poco importa el lugar en que nos encontremos o los complicados planes que hagamos, porque lo principal es siempre la compañía que tengamos. Al final esa ansiada visita pasará mucho más rápido de lo que deseamos, como todo lo que se espera con ilusión y se disfruta con pasión.

Y cuando ellos se van, vemos las cosas de otra manera, como si una nueva luz lo bañara todo y cambiara el color de lo que ya conocemos. Aunque ese efecto no dure todo el tiempo que nos gustaría, siempre podremos buscar entre nuestros recuerdos y revivir el momento que lo cambió todo. También es un principio válido para quien no ha tenido la oportunidad de vivir en una ciudad distinta de la que le vio nacer. La presencia de un extranjero ayuda a recuperar el interés hacia todo lo que nunca nos hemos cuestionado porque siempre ha formado parte de nuestro paisaje. Un turista hace una foto y giramos instintivamente la cabeza para ver cuál es el centro de su interés. Así es como yo mismo he mostrado a mis amigos franceses detalles de sus ciudades que incluso ellos desconocían, transmitiéndoles una curiosidad que creían haber perdido.

Yo también he visitado a más de un emigrante, pues es una de las ventajas de tener amigos perdidos por el mundo. Es la oportunidad de conocer nuevas ciudades desde dentro e ir más allá de una superficial guía de viajes para coger la mano de quien las vive día a día. Son momentos intensos, que juntan las ganas de ver a un ser querido y de recuperar el tiempo perdido con las de comprobar cómo es su vida cotidiana, visitar un lugar desconocido y aprender cuanto podamos de él.

Hay mucha gente que visita con frecuencia nuevos países, pero que en realidad nunca viaja. Son personas que no se impregnan lo suficiente de los lugares que recorren, no aprenden de ellos y no respiran su atmósfera. Si su mentalidad no cambia, si no empatizan con lo que ven, la vuelta a sus casas se convierte en un acto de rutina que no les aporta nada nuevo. Viajar supone cambiar los ojos con que habitualmente vemos el mundo. Y esos viajes son los que más me gustan, pues no necesitan ni muchos preparativos, ni mucho dinero y los podemos emprender en cualquier momento. Sólo requieren la voluntad de ver las cosas de otra manera. 

domingo, 9 de octubre de 2016

Hacer la fiesta

Reconocemos mejor los rasgos distintivos de nuestra tierra cuando nos alejamos de ella, cuando la distancia borra lo superfluo y destaca lo original, cuando vemos nuestro país con los ojos de quien nunca lo ha pisado y sólo ha oído hablar de él. Entre esas singularidades, hay algunas que nos cuesta más exportar. Nos alegra que permanezcan entre nuestras fronteras porque conforman nuestra identidad, incluso si en un mundo globalizado cada vez es más difícil conservar un rasgo autóctono. Aunque a veces sea un cliché contra el que luchar cuando es utilizado para dañar nuestra imagen, no podemos evitar sentir cariño hacia nuestra alegre manera de celebrar la vida, que se manifiesta en todas esas fiestas que salpican nuestra geografía.

Cuando vivimos en el extranjero nos duele que el prejuicio que asocia a España con la fiesta anteceda cualquier valoración de nuestro trabajo. Los franceses, por ejemplo, si bien aplican la expresión "faire la fête" (literalmente "hacer la fiesta") cuando alguien va a divertirse (ya sea en casa o fuera), prefieren utilizar la española palabra "fiesta", sin traducción que valga, cuando quieren referirse a un auténtico desmadre. Es una curiosa forma de expresarse que nos da una idea de la imagen colectiva que nuestro país tiene en el extranjero. Y no les culpo por ello. Al fin y al cabo nosotros nos lo hemos buscado y les hemos convencido con más de un motivo. El trabajo inverso, el necesario para deshacer tan grandes prejuicios, es mucho más difícil, si no imposible. Pero el caso es que después de casi siete años de convivencia con nuestros vecinos gabachos, les tengo que dar la razón: no saben divertirse como nosotros.

Más allá de nuestras fronteras el tiempo pasa deprisa y nos deja con la nostalgia por todo aquello que tanto echamos de menos. Unas veces toma la forma de ganas de volver y otras de comparación con las nuevas cosas que entran en nuestra vida, como una balanza siempre descompensada. A veces una posibilidad suele llevar a la otra, pues cuando la balanza se inclina del lado de nuestro país, sentimos ganas de volver. Y entonces tenemos un problema de difícil solución. Unos (los que no viven muy lejos y tienen tiempo y dinero) optan por coger el primer avión de vuelta para calmar la morriña, aunque sólo sea durante unos días, y otros (los que no se pueden permitir ese viaje relámpago) tendrán que respirar hondo y seguir adelante. Yo me he servido de ambas soluciones, he probado otras tantas (siete años dan para mucho) y desde que me dedico a escribir he descubierto que si dejo la nostalgia en este blog, no me atormenta en mi vida cotidiana.

Ahora que el verano queda bien atrás, recordamos los buenos momentos vividos, que en muchos casos tienen unas fiestas locales como telón de fondo. No hay pueblo español que no cuente con unos buenos festejos patronales, que en muchos casos son esperados con ilusión durante todo el año. Ahí encontramos las verbenas, las barracas populares, los moros y cristianos, las ferias, las paellas gigantes, los interminables desfiles, las hogueras, los fuegos artificiales, las ganas de pasar el día en la calle, de beber y de disfrutar con los nuestros hasta que el cuerpo aguante. Las grandes ciudades no se quedan atrás, proponen mayores festejos y en algunas incluso cada barrio cuenta con celebraciones en distintas épocas del año. Así, los sanfermines son nuestra fiesta más internacional, pero las fallas, la feria de abril o la tomatina de Buñol no se quedan muy atrás.

Al llegar a Francia, guiado por esa tradición festera tan enraizada en el carácter ibérico, pensé que cada población tendría sus fiestas locales y que esa necesidad de celebración sería compartida por todo el mundo. Nada más lejos de la realidad. En el país galo cuentan con días especiales, festividades que se celebran con más o menos intensidad, pero que no se pueden comparar con la más pequeña de las fiestas de cualquier población española. Descubrí que en Dijon lo único parecido es la fiesta de la música, que el veintiuno de junio marca el principio del verano y todos aprovechan para lanzarse a la calle a disfrutar del buen tiempo y de los grupos que tocan en cada esquina. Espíritu similar se respira el catorce de julio, la fiesta nacional, cuando todos coinciden para ver los fuegos artificiales que se lanzan en cualquier localidad. Siempre se trata de momentos puntuales y nunca llegan a paralizar una ciudad entera durante días. Por eso los franceses no tienen más remedio que importar nuestra palabra "fiesta". Porque no saben divertirse como nosotros.   

domingo, 2 de octubre de 2016

Una vida de alquiler

Cuando somos niños nos preguntan qué queremos ser y después nos dicen qué debemos ser. Nos hablan de conseguir un trabajo estable, de comprar una casa, de casarnos y tener hijos, como ellos ya hicieron. Pero nadie menciona que la incertidumbre también entra en juego, que puede aparecer tras cualquier esquina y acabar con los planes más sólidos. Nadie nos cuenta cómo dominar una fuerza tan impredecible o cómo evitar que la desilusión estropee el resto del viaje. Y nadie nos dice que el camino que al final elegimos, ése que es tan difícil y tan distinto al que ellos siguieron, esconde agradables sorpresas que justifican una existencia llena de riesgos y falta de certezas.

Elegir la emigración supone aceptar una vida nómada. Al principio la asumimos como una etapa transitoria, un sueño del que tarde o temprano despertaremos, que nos permitirá volver a nuestra tierra de origen para, esta vez sí, empezar una vida seria. Pero el tiempo, que siempre acaba poniendo cada cosa en su sitio, convierte una situación efímera en permanente y hace que dudemos de los más arraigados principios. Descubrimos que, al menos en nuestro país, un trabajo estable es una quimera, una casa en propiedad es un sueño inalcanzable y formar una familia es inviable sin los medios necesarios. Al final nos damos cuenta de que no tiene sentido desear lo imposible y nos contentamos con llegar a fin de mes y hacer planes con sólo tres meses de antelación.

Alquilar es una buena opción, tal vez la única en los tiempos que corren, que implica cierto cansancio con el paso de los años. Primero llegamos a un país nuevo, a una ciudad nueva, no encontramos el piso de nuestros sueños, pero es lo que nos podemos permitir y lo aceptamos como algo temporal. La vida pasa más rápido de lo que deseamos, cambiamos de trabajo y de casa. Como tenemos más experiencia y ganamos un poco más, conseguimos un piso un poco más grande y un poco más cerca de la oficina. Después el azar nos lleva a una ciudad y a una casa distintas. Aunque esta vez tengamos un trabajo indefinido, las ideas en nuestra cabeza no son tan estables y no podemos evitar comparar nuestra existencia con la que llevaron nuestros padres. Nos preguntamos en qué momento el tren del cambio se parará y nos dejará disfrutar de cierta tranquilidad.

Entretanto nos hemos convertido en clientes habituales de IKEA y de todas esas cosas de usar y tirar que, como nuestra situación vital, tienen fecha de caducidad. Nos gastamos en ellas lo mínimo posible y encontramos en nuestras pasajeras circunstancias la justificación que necesitamos para seguir consumiendo sin preocuparnos excesivamente por la calidad. Entonces nos damos cuenta de que nuestra actitud delata una excesiva confianza en el futuro, donde nos espera una añorada situación estable que un día nos hicieron creer que existía. Esa inevitable forma de pensar a largo plazo, que desde un principio achacamos al regreso a nuestra patria o a la obtención de unas condiciones más favorables, nos ha hecho descuidar el presente. Hemos olvidado que lo más importante sucede ahora y aquí, en el país en donde estamos, con el trabajo que tenemos y en la casa en que vivimos. Que un instante alquilado vale lo mismo que uno en propiedad, porque lo que realmente cuenta es lo que hagamos con él, sin pensar en un futuro que nunca llega.

Pensábamos que las inseguridades de la convulsa adolescencia habían quedado atrás, imaginábamos que algún día sentaríamos la cabeza y crearíamos un verdadero hogar, un lugar entre cuyas paredes nos sentiríamos seguros, donde podríamos ver crecer a nuestros hijos y planear una tranquila jubilación. O al menos eso habíamos aprendido de las generaciones que nos precedieron, de las películas, de los libros y de un bien arraigado subconsciente colectivo.

En un armario de mi casa hay una caja de cartón bien embalada, todavía sin abrir. Está ahí desde la última mudanza, hace ya más de dos años. Éste es el tercer piso en el que vivo desde mi llegada a Francia y tengo la certeza de que no será el último. Ni siquiera el siguiente será el definitivo. Porque lo definitivo, tal y como nuestros mayores lo concibieron, ya no existe. No sé qué hay dentro de esa caja. Reconozco que su contenido no será muy importante si no lo he echado en falta durante los últimos años. Si todavía no la he abierto es porque me recuerda tanto a mi pasado como a mi futuro, porque así ya no tendré que volver a cerrarla y llevarla conmigo a mi futura y efímera etapa.

Metz, 28/05/2011

Las situaciones transitorias se transforman en momentos lúcidos, instantes donde la impunidad de lo temporal nos muestra opciones que rechazaríamos de otro modo.