domingo, 25 de marzo de 2018

La revolución silenciosa

La explosiva mezcla está lista para estallar. Ha sido preparada de forma metódica durante años, añadiendo moderadas dosis para no hacer peligrar la estabilidad del conjunto. Aunque la máquina se forzó durante demasiado tiempo, los buenos resultados obtenidos fueron el mejor argumento para seguir echando leña al fuego. Algunos pensaron que cuanta más pólvora se añadiera, más fuerte sería la explosión final, pero otros se dieron cuenta de que, sin mecha, es imposible que alguien prenda fuego a distancia. Y los que están suficientemente cerca como para detonar la bomba, evitan cualquier movimiento brusco que les pueda poner en peligro. Si la triste situación política de nuestra corrupta España no cambiará nunca, es porque nadie está dispuesto a provocar la chispa que haga explotar todo.

Siempre me he preguntado por qué en España todavía no ha estallado una revolución. Los escándalos se han multiplicado desde que unas penosas decisiones políticas provocaran el difícil contexto económico que acabó empujándome fuera de mi país. Innumerables recortes, vergonzosos casos de corrupción, un rescate económico, un año sin gobierno, una declaración unilateral de independencia... La lista es larga y detallarla es un necesario ejercicio de humildad que nuestros políticos deberían hacer, sin excepción. De forma tardía surgió la indignación: el movimiento del 15-M, un atisbo de ganas de cambiar las cosas. El resto del mundo siguió de cerca, expectante, esa "spanish revolution", pero acabó dándole la espalda por simple aburrimiento, ante el inmovilismo de los supuestos revolucionarios. Y yo me pregunto qué ha pasado, porque las razones que provocaron aquel sentimiento de malestar siguen vigentes, incluso si los medios pretenden silenciar cuanto sucede en la calle, en los hogares de la gente humilde que está lejos de salir de la crisis. Nos dicen que lo peor ha pasado y hablan de recuperación y crecimiento económico. Como si, de un día para otro, nos hubiéramos despertado en un lugar ideal en donde nunca hubo corrupción, todos tienen trabajo y viven en la abundancia. He podido comprobar ese contraste en "comando actualidad", el programa de reportajes, cámara en mano, de Televisión Española. Si durante la crisis pusieron frente al objetivo a familias que tenían a todos sus miembros en el paro y vivían gracias a la pensión de los abuelos, hace un par de semanas se dedicaron a mostrar los pisos con los alquileres más elevados. Unos años atrás comprar una vivienda se convirtió en un sueño inalcanzable, pero hoy parece que alquilar sea una solución demasiado cara. O bien me he perdido algo, o bien hay una clara voluntad de pasar página, como si al ignorar los problemas los hiciéramos desaparecer. Nos sobran los motivos para seguir indignándonos, reclamar un cambio y construir un mundo mejor.

Sin embargo, para que esta nueva revolución sea efectiva, es necesario que se imponga de forma natural, sin forzar las cosas. El cambio deseado será tan necesario y evidente, que se llevará a cabo sin hallar resistencia, gracias al sentido común. Tan incuestionable, que incluso quienes hoy se oponen no tendrán más remedio que dejar sus intereses a un lado y rendirse por el bien de todos. Porque si caemos en el error de imponer las ideas por la fuerza, la nueva situación nunca será legitimada. Algo así se está viviendo en Cataluña, donde muchos piensan que el fin justifica los medios. No todo vale con tal de alcanzar un mundo ideal, que allí llaman república independiente. Podía haber sido un sueño generalizado o el motivo para negociar con el gobierno central un verdadero cambio, pero el hecho de forzar las cosas e imponer ideas lo ha convertido en una causa perdida. Hay ciertas normas que nos ayudan a convivir, que nos ha costado demasiado tiempo y esfuerzo lograr y que se no se pueden obviar, por muy noble que sea el objetivo final.


Sigo pensando que necesitamos una revolución, cambiar muchas cosas antes de que todo salte por los aires, pero ésta debe hacerse paso en silencio, poco a poco, convenciendo a los más reacios. Sin violencia, sin imposiciones, sin repetir los errores del pasado. No lo conseguirá ella sola, pues cada uno de nosotros debe contribuir a su avance, algo difícil en este país conformista que siempre espera que los demás muevan ficha antes, en donde se prefiere lo malo conocido a lo bueno por conocer. Solo espero que cuando la mayoría se dé cuenta de la necesidad de cambiar, no sea demasiado tarde para reaccionar.   

domingo, 18 de marzo de 2018

Un juego de intuición

Si nos alejamos lo suficiente como para ver el conjunto, distinguimos algo que une las desordenadas y distintas piezas. Aunque no sabemos qué es, nuestra intuición ve cierta armonía en el caos: una identidad que trasciende, va más allá de cada individuo y se abre paso de forma inevitable. Una vez confirmada su existencia, miramos hacia nuestro interior para ver si nos identificamos con ella, con el miedo de descubrir que no todo lo que nos define depende de nosotros.

Observo de nuevo los rostros que se agolpan en el vagón de metro, tantos que no sé por dónde empezar. Me concentro en los más cercanos y analizo sus rasgos. Color de piel, ojos, pelo. Mi mente se afana en compararlos con los ya archivados en una personal base de datos. Luego vienen los gestos, los ademanes, encargados de desvelar aspectos escondidos de la personalidad, pero me detengo antes de ir más lejos. Como suelo hacer a menudo, intento adivinar la nacionalidad de cada cara. Además de confiar en mi manera de asociar rasgos físicos, lo hago en mi intuición, que me dice si he dado con la excepción que confirma la regla. Después busco una confirmación, el mínimo indicio capaz de delatar el origen de la persona en cuestión. Unas veces es fácil, pues suena su teléfono y al responder escucho su lengua materna, o se encuentra conversando con un grupo. Otras veces las pistas son más sutiles y recurro al idioma del libro que está leyendo o de la pantalla de su móvil. Y en la mayoría de los casos el silencio se prolonga hasta que las puertas del vagón se abren en la siguiente parada y la persona se funde en la muchedumbre, dejándome con las manos vacías. Suelo acertar a menudo, sobre todo cuando se trata de algún paisano. Aunque franceses y españoles somos muy parecidos, más allá de todo tópico sobre nuestra talla y color de piel o pelo (no somos ni más bajos, ni más morenos), hay algo que me permite hallar a los míos con facilidad. Tienen un "aire", como se suele decir, algo difícil de describir, que la intuición encuentra a primera vista. Es la extraña sensación de poder confiar en una persona sin haber hablado nunca con ella.

Después está el inevitable baile de la lengua. Las palabras españolas saltan sobre las francesas en el saturado metro. En este caso no hago ningún esfuerzo y es mi oído el que me pone alerta, siguiendo un acto reflejo, y distingue esa familiar melodía, por muy lejos que se encuentre. Me concentro un poco más para aislar fragmentos de frases y localizar su origen. Giro la cabeza y ahí está: un pequeño grupo, de tres o cuatro personas, que intercambia opiniones. Sigo la conversación, indiscreto, para ver si se trata de temporales turistas, de jóvenes estudiantes o de tenaces trabajadores que, al igual que yo, intentan hacerse un hueco en otro país. Entonces llega el juego de los matices, cuando intento asignar un área geográfica a los acentos que creo escuchar. Viajo a América para distinguir mexicanos de venezolanos o argentinos. Y vuelvo a España para separar andaluces de madrileños o murcianos, porque los gallegos, vascos o catalanes se desmarcan con sus propias lenguas o su particular forma de pronunciar el castellano. A veces veo cómo utilizan la ventaja de quien habla una lengua que la mayoría desconoce y critican, por ejemplo, a quien tienen al lado por haberles empujado sin disculparse, como si fueran invisibles y pudieran insultarle sin que se diera por aludido. Hay que reconocer que lo exótico genera siempre cierta curiosidad. Yo mismo lo he vivido en más de una ocasión: cuando contesto una llamada que procede de mi país o hablo con algún amigo español y veo cómo los rostros se giran a mi alrededor, acusadores, buscando al intruso que se delata utilizando una extraña jerga. Suelen ser gestos contrariados y ceños fruncidos. Caras de pocos amigos que, a veces, parecen esforzarse por entender lo que escuchan. Y acaban esbozando una sonrisa cuando comprenden que el grupo de ruidosos españoles está poniendo a parir al tipo que ha entrado en el vagón como un elefante en una cacharrería.


Fuera del metro, lejos de la condensación humana, es difícil distinguir caras o voces familiares. Por eso me gusta frecuentar los lugares más turísticos de la ciudad, donde las nacionalidades se multiplican y puedo retarme a mí mismo en este juego donde no siempre gano. Algunos casos son difíciles de resolver y, por mucho tiempo que miro un rostro, mi intuición no logra establecer ningún nexo. Entonces me alegro por haber perdido. Porque cada derrota me demuestra que los estereotipos no son universales, que si generalizamos siempre nos equivocamos y que la riqueza se esconde en lo distinto, en las piezas, únicas e irrepetibles, que no encajan en el rompecabezas.

domingo, 11 de marzo de 2018

El poder de la voz

Hay cosas que no se pueden ver, ni tocar: solo se sienten. Aún así intentamos objetivarlas, desmontarlas para subirlas a internet y compartirlas con tanta gente como sea posible. Todo ello permite que no se olviden: que alguien, en cualquier momento y lugar, componga esos pedazos y dé una nueva vida al conjunto. El problema llega cuando no obtenemos lo que esperábamos y nos preguntamos, incrédulos, qué ha fallado. Cuando pensábamos que el método era infalible.

Todos hemos experimentado esa sensación alguna vez. Seguimos al pie de la letra los pasos y utilizamos las cantidades exactas de la receta, pero, a pesar de todo, el resultado deja mucho que desear. No es el sabor que buscábamos, ése que nos recuerda a nuestra infancia o que los medios venden como el más exquisito e innovador. En el fondo necesitamos una sensación que nos sacuda por dentro, cual descarga eléctrica, y nos recuerde que estamos vivos. Tal vez por eso nos atraen tanto las emisiones culinarias y está de moda ver a gente comiendo, ya sea en la tele o en youtube. Quién nos iba a decir que salivaríamos al ver a un tipo llenar su boca en directo. El primer plano se cierra frente a su cara, mientras intenta masticar sin que salga un hilo de salsa entre los labios y compone un gesto patético. Se hace el silencio y la espera se prolonga demasiado. El espectador aguarda el veredicto, así como quien ha preparado el plato, que sonríe mientras el tipo se esfuerza en tragar cuanto antes y mostrar de la forma más evidente posible el placer que invade su cuerpo. Buenísimo. Acaba afirmando, como si pudiera decir otra cosa. La cámara se aleja para mostrar en un mismo plano al periodista extasiado y al cocinero satisfecho. Y frente a la pantalla, el espectador se pregunta qué sentido tiene este falso teatro o qué habría sucedido si el comensal hubiera dicho que tampoco era para tanto o que las lentejas de su madre le gustan más...

Hace más de una década, antes de que esta búsqueda del éxtasis carnal invadiera los medios, empecé mi personal intento por retener las sensaciones que me eran familiares y quería que me acompañaran siempre. Por aquella época, los estudios me llevaron a compartir piso y a hacer mis primeros pinitos en la cocina. Empecé aprendiendo recetas clásicas y sencillas, que metí en mi maleta cuando, unos años más tarde, aterricé en Francia, donde mi tortilla de patatas cosechó cierta fama. Lo aposté todo a una carta ganadora, pues los extranjeros en general, y los franceses en particular, tienen debilidad por nuestro plato más internacional. Sin embargo, otras recetas se me resistieron y pasaron sin pena ni gloria por mi cocina. A pesar de haberlas anotado con rigor, siguiendo los pasos dictados por mi madre o mis amigos. Mi objetivo siempre ha sido volver con cada bocado a mi país de origen, diluir la distancia o, al menos, hacerla más llevadera. Cerrar los ojos y dejarme llevar. Pero en algunos de esos viajes me he quedado a mitad de camino. Es lo que me sucede con uno de mis platos favoritos, pues, aunque consigo hacer algo comestible, es incomparable con el sabor que ha marcado mi infancia y sigue vivo en mi memoria: el del arroz de mi madre. El resultado cambia si cocino con una vitrocerámica o con un fuego a gas, claro está, y si el tipo de paellera también influye, hay un factor que pesa más que ninguno. Mi madre, como tantas otras, mide las cantidades a ojo y utiliza los ingredientes siguiendo su intuición, respetando proporciones que sólo ella conoce y que proceden de una tradición oral.


Hay cosas que no se pueden reproducir de forma literal, por mucho que nos esforcemos. Cuando le pedí a mi madre que me enseñara sus recetas, no solo lo hice para poder desenvolverme fuera de casa o viajar a mi país cada vez que preparo un arroz, sino para perpetuar un centenario saber. Para no perder un patrimonio inmaterial que no entiende de fronteras y nos acompaña a donde vamos. Para recuperar los sabores que conforman nuestra cultura, que se perderá si no la cuidamos, cuando la gente se canse de ella y no quede nadie para transmitirla y desafiar al paso del tiempo. Para captar el alma de las cosas, ésa que no queda plasmada en los libros o en las páginas web. Porque la eficacia de la comunicación escrita o audiovisual nos decepciona a veces. Sobre todo cuando es incapaz de reflejar de forma fiel el saber popular, el que nos muestra quiénes fuimos y, tal vez, seguimos siendo. Solo la calidez de la voz y el dictamen de la experiencia permiten conservar los decisivos matices que nos definen y que pueden desaparecer con facilidad. Porque cuando la voz se apaga, solo queda el silencio o el eco de una canción cuya letra olvidamos con el tiempo. 

domingo, 4 de marzo de 2018

Siempre lejos

El tiempo se ha parado en un lejano e ilusorio lugar. Antes fue algo real: el mundo donde vivimos un día, durante una larga temporada. Nuestro país de origen, ése que acabamos dejando atrás y llevamos a cuestas desde que pusimos un pie fuera. Intentamos engañarnos, pensar que las agujas seguían girando y podíamos saber la hora si mirábamos el reloj. Pero todo quedó congelado y, cuando nos damos la vuelta para tocar una de las inamovibles figuras creadas por el frío, el hielo se agrieta y rompe en nuestras manos.

Cuando vivimos en un país extranjero y nos preguntan por nuestra tierra de origen, la evocamos tal y como era en el momento en que la dejamos. Obviamos que la ciudad y la nación de donde venimos forman parte de un mundo en constante evolución. Aunque nos cueste reconocerlo, o no lo consideremos como una posibilidad, el lugar que abandonamos ya no existe. Cuando pensamos en él, vemos una imagen idealizada. Es una realidad paralela en que creemos ciegamente y hasta soñamos que un día volveremos. Todo emigrante vive en una permanente comparación entre el mundo que descubre en su país de acogida y la irreal imagen de su tierra natal. Y cuanto más tiempo pasa lejos, más se desequilibra la balanza.

Esta diferencia fue flagrante durante la dictadura franquista. Quienes partieron de España en los años sesenta encontraron un país radicalmente distinto cuando regresaron en los ochenta, como pudimos ver en la película "Un Franco, 14 pesetas". Salvando las distancias con la actualidad, la reciente crisis económica ha afectado de diferente manera a cada nación y ha abierto una gran herida que llevará mucho tiempo curar. Las nuevas tecnologías, su rápida evolución y democratización también han contribuido a cambiar nuestro país. La forma en que nos relacionamos ahora no es la misma que antes. Cuando me fui, hace más de ocho años, no existían ni whatsapp, ni twitter. Facebook, los smartphones o el comercio online estaban en pañales. Cada vez que vuelvo a mi ciudad de origen por vacaciones, veo ese cambio en el ambiente: en los locales que abren o cierran, en las agachadas cabezas pegadas a las pantallas de teléfonos móviles. Aparecen nuevas costumbres que me desorientan. Si me cuesta seguir el nuevo ritmo, es porque no esperaba encontrarlo y tengo que adaptarme a él.

De vuelta a Francia, por muy bien que me haya integrado, no podré evitar que los demás me vean como un inmigrante, alguien venido de fuera, que no tiene el mismo dominio de la lengua o la misma relación con las tradiciones locales. Como denunciaba una obra de la última Bienal de arte de Lyon, en que el artista componía grandes figuras a partir de sellos que estampaban la frase "forever immigrant". Si el mundo del que venimos ya no existe y en donde vivimos no tenemos suficientes lazos con que identificarnos, ¿adónde pertenecemos realmente? La pregunta que muchos emigrantes se hacen no tiene respuesta y la única forma de olvidarla es superar el sentimiento de pertenencia a un lugar determinado. Debemos desarraigarnos, asumir que pertenecemos al mundo, en general, y a cada sitio que visitamos, en particular. Solo el desapego nos puede liberar de las cadenas de los nacionalismos. Solo si nos reconocemos en el cambio, podemos superar la nostalgia.

Más difícil lo tienen las segundas generaciones de emigrantes: nuestros hijos. Han nacido en el país de acogida de sus padres, dominan su lengua y se identifican con sus costumbres, pero algo les distingue de los demás. Es su apellido, el idioma que hablan en su casa o el color de su piel. A pesar de que creemos vivir en una sociedad tolerante, estas diferencias todavía cuenta y tal vez tengamos que esperar a una tercera generación para asimilarlas con más naturalidad. Nosotros, sus padres, siempre podremos volver a nuestros lugares de origen, por mucho que hayan cambiado, pues nuestra memoria se reaviva en ellos. Sin embargo, esos sitios les serán ajenos a nuestros hijos, que no podrán establecer los mismos lazos que nosotros. Me pregunto si permaneceré siempre lejos, perdido en este limbo de quien no pertenece a ningún lugar, adonde he traído a mi hijo. En realidad no me preocupa. Lo más importante es ser consciente de este continuo cambio y saber adaptarse a la situación que nos toque vivir, sin intentar retener o prolongar lo que, tarde o temprano, acabará desapareciendo.