Nos
despierta un estridente pitido. Abrimos los ojos y se ilumina la
señal que obliga a abrocharse el cinturón: el aterrizaje es
inminente. Recordamos de dónde venimos, pero no sabemos a donde
llegamos. Intentamos hacer memoria. Hemos pasado tantas horas
sentados, que nuestra espalda se resiente. Nos han dado de comer dos
veces y hemos alternado cabezadas más o menos largas con alguna que
otra película. Entonces recordamos que no es el final del viaje,
sino una simple escala. Llegamos a un país en el que no hemos estado
y que no visitaremos. Salimos del avión, no sabemos cuál es la hora
local, pero ya no nos importa, pues estamos perdidos en una extraña
nebulosa parecida a una resaca. Un cansancio infinito nos invade y,
si cerráramos los ojos en un lugar medianamente confortable,
dormiríamos durante días. Pero debemos mantenernos bien despiertos
para no olvidar la hora de salida del próximo vuelo: sólo estamos
de tránsito.
Es
una de las peores sensaciones a las que se pude enfrentar un viajero.
En ese confuso momento que puede durar varias horas, el aeropuerto
será clave para sacarnos de un aturdimiento ilimitado. Deberá jugar
su rol de lugar mágico en que, esta vez sí, podemos encontrar a
gente de cualquier raza, país o continente que, como nosotros, hacen
la escala que les permitirá llegar al otro lado del mundo. Podría
ser un sitio único en donde escuchar cualquier lengua y descubrir
cualquier cultura, pero se parece más a un banal centro comercial
que a otra cosa. Y lo peor es que todos los aeropuertos siguen la
misma tendencia de concentrar cualquier tipo de comercio o
restaurante en una extensa masa sin sentido en donde nos sentimos aún
más perdidos. Hay quienes son fanáticos de las compras y del duty
free (para gustos, colores) y se encuentran a gusto en estos
lugares, pero a mí me suele suceder lo contrario. He tenido la
suerte de pasar por varios aeropuertos y, aunque ninguno me termine
de agradar, si tengo que elegir uno, me quedo con el de Múnich.
En
él no encontraremos una arquitectura espectacular, sino una
estructura sencilla y efectiva, fiel reflejo del saber hacer alemán.
Está bien organizado y es fácil orientarse en él. Obviaré el
hecho de que se trate de un colosal centro comercial (hay hasta
peluquerías y centros de masajes) para destacar las atenciones que
dedican al pasajero. Junto a cada puerta de embarque hay un puesto
con prensa y bebidas gratuitas. Cuando se está de tránsito, se
agradece poder tomar café o té de forma ilimitada (sobre todo
teniendo en cuenta los precios de los aeropuertos). También hay
zonas con cómodos asientos, tumbonas o mullidas alfombras en donde
echar una cabezada. Y los que busquen más confort lo encontrarán en
cabinas aisladas con una cama de verdad en la que poder descansar.
Como
anécdota diré que una vez me encontré en tránsito en el
aeropuerto de Kuala Lumpur, donde apenas recordé que era la capital
de Malasia y menos suerte tuve cuando me pregunté por la moneda
local. De todas formas no tenía sentido cambiar dinero, así que
eché mano de tarjeta de crédito (ya calcularía en casa el cambio
del Ringgitt malayo). En el aeropuerto de Doha me pasó lo mismo,
aunque entre tantas tiendas de lujo no se me pasó por la cabeza
sacar la cartera. Respecto a las escalas, he llegado a hacer hasta
dos para un único destino. Si en la primera pude tener algo de
curiosidad hacia el país o la ciudad del aeropuerto, en la segunda
sólo tuve ganas de dormir en cualquier sitio para acortar la
pesadilla e intentar soñar con mi añorada cama.
Si
logramos salir del extraño limbo del tránsito y coger el segundo o
tercer avión, estaremos más cerca de volver a casa. Nos
encontraremos al fin esperando a que nuestra maleta aparezca en la
cinta transportadora. Tras un viaje tan largo será difícil recordar
su color y tamaño y nos sorprenderemos cogiendo la maleta de otro al
reconocer ésa que tanto usamos, pero que dejamos en casa. En la
mayoría de los casos recuperaremos nuestro equipaje sin problemas,
aunque también se puede perder por el mundo. Así, sin más. Al
menos eso fue lo que me dijeron cuando desapareció mi segunda
maleta, pues no supieron localizarla hasta quince días después. Al
final volvió sana y salva, aunque no pudiera decirme dónde estuvo
durante aquellas dos semanas. Más rápida fue la maleta que sufrió
el overbooking del anterior artículo (si alguien se acuerda),
pues cogió el siguiente avión París-Bucarest y llegó con algún
que otro rasguño hasta la casa de mis suegros, como prueba de que
tras cualquier viaje, por muy largo que haya sido, siempre acabamos
volviendo a casa.